En realidad se llamaba “Sesame Street”, pero aquí acabó siendo todo un barrio, el Barrio Sésamo, que estos días cumple su 45 cumpleaños. Todo lo que rodea a los muñecos de Jim Henson forma parte de nuestra memoria común, de la más común que pueda uno imaginar, en plan Epi (el inquieto preguntón de hablar susurrante, siempre con su camisa nuevaolera), Blas (el flemático y estoico Blas de dicción aguda y serena), la incomparable rana Gustavo (el reportero más dicharachero) o el gran Triqui, monstruo de las galletas.
Como sencillo homenaje a tan simple y universal talento, lanzamos al espacio exterior (deseando el éxito de Rosetta, la caprichosa niña mimada que quiere subirse a la valla y de puntillas sobre el cometa curiosear en los misterios del universo) una canción de Los Lobos, de su laureado con el Grammy La pistola y el corazón.
Todavía resuena en mis oídos la veneración que el pintor Ceesepe tenía y seguirá teniendo, imagino, por este maravilloso disco íntegramente cantado en castellano.
En aquel disco memorable de 1988 Los Lobos recreaban canciones que habían escuchado en el barrio desde niños, como la irresistible “Que nadie sepa mi sufrir”, “El Canelo”, así hasta nueve ejercicios de tradición oral que valían su peso en oro para unos César Rosas y David Hidalgos que, cruzada la frontera, se habían tenido que instalar en cuerpo y alma en el anhelado sueño americano y adoptar como idioma el inglés y como religión el blues y el rock and roll. Pero con la ventaja de saber, además, tocar el guitarrón. Mundialmente famosos por la banda sonora de la película La Bamba, Los Lobos han mantenido serenamente su estatus de estrellas al otro lado de la frontera. Allá donde los idiomas se confunden.
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