“¿Qué tiempo hace en Grecia?” Preguntó aquel joven canadiense una lluviosa mañana tras entrar en la agencia de viajes. La mujer miró el calendario y contestó: “Sr. Cohen, en Grecia ahora es primavera. Veinte grados”.
Así fue como la casualidad hizo que se produjera ese milagro griego llamado Leonard Cohen compositor de canciones. Dejó el hombre colgado de una de las perchas del cuarto de universidad su “famoso chubasquero azul” y voló hacia una pequeña isla griega llamada Hydra, donde la luz destroza el universo cada segundo y lo recompone al instante como en ningún otro lugar. Un fenómeno que solo los poetas son capaces de apreciar.
Allí Leonard descubre algo más que la luz del mediterráneo. Descubre la posición justa de los objetos en el espacio, en un contacto con el tiempo que nada tiene que ver con lo que antes había conocido. Y empieza a componer canciones para intentar captar y descifrar esa concreción metafísica.
El resultado fueron las diez canciones de su primer disco, Songs of Leonard Cohen, unas grabaciones desnudas que trasladan al oyente hasta la penumbra de una austera habitación por la que pasea casi sin ropa una bella joven de origen noruego llamada Marianne Jensen, la musa de Cohen que está detrás de esas letras intimistas, sincréticas, donde el sexo y la redención parecen alcanzar en el éxtasis una forma de sublimidad que duele, como el corte de un cuchilla de afeitar recién estrenada.
En la contraportada del disco, una Anima sola, “el triunfo del espíritu que rompe las cadenas”. Leonard Cohen capta el júbilo, la alegría de vivir, el renacer en cada instante, la peculiaridad de nuestra existencia. Es la hora del mediodía, cuando Marianne sonríe y una estrella explota y se expande por el universo. Y llora y ríe y los contrarios se resuelven al compás de una mandolina.
Suenan los pies descalzos de la tropa victoriosa que vuelve polvorienta después de la batalla para celebrar el encuentro con un poderoso abrazo. Al suelo cae y se esparce la caja de especias de la tierra.
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