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Cuando Jordi Pujol no era independentista

Cuando Jordi Pujol no era independentista
Marisa Gallero el

 

Cuenta Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona en «Memorial de transiciones» (Galaxia Gutenberg) como el Congreso de los Diputados debatió incluir el derecho de autodeterminación como un título nuevo en la Constitución en julio de 1978. Según la enmienda presentada por Francisco Letamendia, de la Euskadiko Ezquerra de entonces, «los pueblos del Estado Español» podrían optar entre «seguir formando parte del Estado o separarse pacíficamente de éste y constituir un Estado independiente».

«Era el derecho a la separación, a la independencia o, como se diría más tarde, el «derecho a decidir». Todo esto se planteó en el trance constitucional, no hay duda de ello. Pero se rechazó. La votación fue tajante: sólo cinco votos por la autodeterminación, 268 en contra, y 11 abstenciones». Entre la minoría que se abstuvo, estaba a quién hemos visto votar en el referéndum ilegal del 1-O, Jordi Pujol, acompañado de su inseparable Marta Ferrusola. Sin importarle el cartel estelar de este verano de la CUP, donde lo barría de un escobazo de Cataluña.

Recuerda Ambrona que su posición es muy distinta a lo que «aseguró durante décadas. Jordi Pujol, en pleno franquismo y como presidente de la Generalitat, se hartó de repetir que él no era regionalista, sino nacionalista, pero no separatista». Durante una conferencia en el Club Siglo XXI en 1983 afirmó que «pocas personas como yo se han expresado con tanta convicción, con tanta fe, en ciertos aspectos con tanta pasión y con tanto orgullo, sobre la solidez y sobre el futuro de España. Y no lo tomen ustedes como una concesión, como un halago, porque ahí están mis declaraciones desde hace muchos años, frente a tanta gente, a veces muy patriotera, que no tiene fe en este país, en nuestro país, que es España».

Incluso no tuvo ningún reparo en aceptar el título de «español del año» del periódico ABC dirigido por Luis María Ansón, cuyo colofón fue en abril de 1985 en una cena homenaje en la Casa de Prensa Española donde dio un discurso titulado «Una propuesta nacional». Entonces Pujol se preguntaba si podía ser Cataluña útil al resto de España, ya que buscaba «la forma de insertarse colectivamente en el conjunto de España». En portada, se destacaba su conversación de más de cuarenta y cinco minutos con el jefe de la oposición, Manuel Fraga. Justo cinco años antes, Carles Puigdemont, con tan sólo 18 años, se había quedado prendado, en el mitin de cierre de las primeras elecciones catalanas, de las palabras del que sería «Molt Honorable».

Como acertadamente apunta el exministro de Educación con Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo: «Es difícil entender que en un periodo, como el franquismo, de persecución del catalán y de centralismo rabioso, los nacionalistas viesen clara la integración de Cataluña en España y luego, con todas las competencias autonómicas, ya no».

Ese fue el relato que mantuvo el pujolismo hasta el final. En una entrevista con Ignacio Camacho en octubre de 2002, cuando apenas le quedaban unos meses para abandonar la presidencia de la Generalitat después de más de dos décadas, reconoció que «el sueño de un nacionalista no es necesariamente la independencia», negándose, qué cosas, a juzgar el órdago secesionista de Ibarretxe en el País Vasco, asegurando que en «Cataluña nunca hemos tenido guerra de banderas. Nunca». ¡Cómo cambia la historia! O la canción según se entone. No nos debe extrañar ahora el paso atrás del que fue su delfín, Artur Mas, que admitió a The Financial Times que «Cataluña no está preparada para la independencia real», para luego desmentir su declaración. Y es que en política, como escribía Leszek Kolakowski, «que a uno le engañen no es excusa».

Sin alegrarme en ningún caso, si que me encantaría ver cómo le sienta la fuga de capitales, a quién está investigado por blanqueo de los mismos. Igual que a ese Mas que se le ha llenado la boca de gritar durante la última campaña electoral de 2015 que «los bancos se van a pelear para estar en Cataluña».

Paradójicamente el exdirigente de Banca Catalana, quién marcó los designios de los catalanes durante 23 años, si que sabía llevarse el dinero al país vecino, ingresando en efectivo 307 millones de pesetas en el 2000 y otros 3,4 millones de euros en las Navidades de 2010 en un banco de Andorra. No lo digo yo, sino un auto del juez de la Audiencia Nacional José de la Mata, especificando que ese pastizal no se justificaba con los ingresos obtenidos «por razón del cargo público» ni con la famosa herencia sin regularizar durante tres décadas. La corrupción propició la caída, como su estatua derribada en Premià de Dalt en el Maresme, de un líder con los pies de barro.

 

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