Se llega al final de la Navidad con la sensación de que el estómago se ha vuelto un fardo ajeno y de que el paladar se ha hecho insensible. El champán se deposita en un lecho de comida permanente que a la altura del 31 de diciembre ya ni sabe ni tiene más gracia que el mérito de terminarse el plato y los mantecados, que en diciembre son como una avanzada del gozo, se vuelven rutinarios y de trámite. La barriga, que es un órgano que parece tener oídos, se estremece cuando escucha hablar del roscón de Reyes y la cabeza pide que por favor sea pequeño, pero la proximidad del final consigue que al final también se trague: no volverán a encenderse las luces hasta el año siguiente y la comida volverá a la cordura de respetar el apetito y el hartazgo.
Al cabo de unos meses aparecerán por la casa algunos restos que no se terminaron. Unos centímetros de turrón blando que resiste a la humedad o tal vez lo que quedó de la torta imperial. Pasa entonces que saben mejor cuando se devoraban al abrigo de un brasero. Se mastica con los dientes y la boca, pero se come ante todo con la cabeza y el cerebro disfruta menos cuando se da cuenta de que hay un desorden y un abuso.
Los cofrades saben que la medida es crucial para que una procesión resulte bien. Lo que se recuerda de una imagen en la calle es por lo general efímero y bello y se puede pasar en un segundo de la emoción al aburrimiento, del pellizco que permanecerá al deseo claro de que la cofradía vaya recogiéndose para no estropearlo. No por meter la pata, sino por pura duración.
Quizá los más jóvenes pensarán que ellos no se cansarán jamás, pero los más sinceros saben que es preferible una cofradía que camina hacia su casa con la presteza debida, aunque siempre sin renunciar a la belleza y a los momentos únicos, que aquella que no quiere entrar y cansa a los que están en las filas y a los que han acudido a disfrutar y piensan que tendrán que irse si no quieren dejar de hacerlo.
Se ha aprendido en las últimas Semanas Santas, que van ayudando a dejar atrás el hábito de los regresos eternos y de esperar a la cofradía más en el bar que en la plaza de la iglesia, y se ha confirmado también en estos días en Córdoba, cuando los que se retiraron antes se marcharon felices y confirmaron al preguntar después por la hora que hicieron bien no embotándose el corazón con aquello que siempre es mejor en la dosis justa.