Ninguna leyenda miente más que las que atribuyen a las bebidas alcohólicas el poder de desatar las cuerdas de la hipocresía para el bebedor diga lo que realmente piensa. Los borrachos no dicen la verdad, sino un argumento pervertido y nublado por los humores del licor. Llegan a conclusiones falsas, pronuncian sus prejuicios como si fueran verdades de fe y declaman promesas que no tienen la menor intención de cumplir. Las fases clásicas de la borrachera también son falsas, claro, pero hay una, la exaltación de la amistad, a cuyo espíritu no se llega sólo por la espuma de la cerveza o el ruido del whisky sobre los hielos de gasolinera, sino también por las palabras sobadas que todos los años enrarecen el aire dulce de la Cuaresma. Cuando aquel era dulce, claro.
La de las cofradías es la exaltación de la devoción y se coge con algún cubata de más en la casa de hermandad y con los ripios de los octosílabos de los malos pregones, valga la redundancia. Sucede cuando uno aparece por la cofradía de la que ha pasado casi todo el año o cuando alguien se fija que sobre aquel trono que anda con cambios al son de una música que se olvidó de marcar el andar propio de una persona cargada con kilos hay una imagen sagrada que le dice algo. Se propone entonces visitarla alguna vez, aunque tenga que buscar en el móvil la ubicación, y hasta se hace el reto de preguntar qué es eso de los cultos para asistir. El costalero piensa que inscribirá a sus hijos para que salgan de esclavinas, aunque sólo hasta que los varones puedan ceñirse la faja, y el nazareno fugaz promete que aprenderá a distinguir a la imagen a la que ha acompañado.
Nada extraño en estos últimos años. Las palabras gastadas se evaporan como las burbujas de un refresco conforme llega la Pascua, el fútbol y las series están más interesantes que aquello que se vio en las calles por ser gratis y la exaltación terminó en una promesa tan vana como la del que se hace al viejo amigo con el que se comparten cubalibres: «Tenemos que vernos más, porque yo te quiero mucho, aunque ya apenas nos juntemos».
Con el coronavirus ha llegado el tiempo en que todo lo que se dice cuando hay pasos en la calle y cuando el incienso embriaga los pulmones se tiene que cumplir. O debería. En 2021 las cofradías tampoco irán a buscar a nadie por las esquinas, la música no pondrá el pellizco de emoción que a algunos emociona y tampoco habrá costaleros que animen el teatro imprescindible que saca a tantos de sus casas. Si salen será en andas y quienes puedan, que en algún caso será casi imposible, y para todos bastante difícil. Todo eso que los días de exaltación de la devoción ponía los pelos como escarpias sólo de pensarlo habrá que transformarlo en colas interminables a las puertas de las iglesias o en besapiés sin beso a los que siempre se faltaba para ir al fútbol o apurar la tarde en Los Villares. Ni siquiera habrá que esperar a Semana Santa: en unos pocos días se notará la ausencia de Tejera.
Liturgia de los días