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Qué se siente al jugar en el Bernabéu

Qué se siente al jugar en el Bernabéu
Federico Marín Bellón el

Hoy tengo que utilizar la palabra yo como si me apellidara Mourinho, pero no se me ocurre mejor manera de contar esta experiencia. Después de enfrentarme a dos campeones del mundo de ajedrez y de participar en la final del European Poker Tour de Montecarlo, me quedaba debutar en el Bernabéu. La nominación al Oscar la dejo para más adelante. El milagro sucedió el pasado lunes, en un partido con otros 40 aficionados (unos más que otros) de cinco países europeos: Alemania, Francia, Inglaterra y Portugal, además de España.

El organizador del acontecimiento, bwin, había preparado un torneo triangular que mis músculos supervivientes quizá no olviden en semanas. La mayoría de los participantes (con unas pocas «participantas») se habían clasificado jugando al póquer, en un torneo de promoción de la sala. Como aficionado atlético, entrar en el Bernabéu después de la última final de Copa era algo mucho más llevadero, aunque la visita guiada por el estadio y por la sala de trofeos del Real Madrid era capaz de asfixiar a un culé desprevenido. En una de las estancias, incluso suben la temperatura. No desvelaré su nombre, pero alguien llegó a pedir a media voz que terminara «aquel infierno».

Marín, coetáneo de Juanete, dos jugadores del Real Madrid que muy pocos recordarán

He de admitir que el paseo fue interesante. Incluso descubrí que entre las glorias más viejas del equipo hubo un tal Marín, como prueba la fotografía adjunta. La sala dedicada a Alfredo Di Stéfano me pareció lo más recomendable para un aficionado desapasionado, aunque en el vídeo que proyectan eché en falta más jugadas del primer galáctico. Es increíble que entre el escaso material conservado no falte su celebérrimo gol de tacón.

Terminado el recorrido, enfilamos el famoso túnel de vestuarios, divididos en tres equipos. Me tocó ejercer de visitante, como es natural, por lo que pudimos cambiarnos sin soportar las miradas de Cristiano Ronaldo, Adán y compañía, cuyas fotos adornan las taquillas. De forma extraoficial y con profusión de alemanes en el equipo, nos erigimos en representantes del Bayern de Múnich. Sería un duelo a muerte, o por lo menos a agujetas, contra el Real Madrid y el Manchester United.

Jordi Martínez «Alekhine» subió esta foto a Twitter: «Enseñando valors a los chicos del vestuario del Madrid, especialmente al portugués», añadía

Sobre el césped (un poco alto, para mi gusto; influencia de épocas recientes o simple relajación postemporada) nos esperaba el entrenador asignado, Jaime Torcal, un tipo pragmático que trataba con amabilidad incluso a los más ineptos y veteranos del equipo. Lejos de adoptar el modelo Mourinho o Guardiola, diría que tiraba hacia la menos mediática y más eficaz tercera vía: Del Bosque-Heynckes. Habría que cotejar esa impresión con los chavales que entrena. Sin crueldades innecesarias, Jaime nos hizo calentar durante unos minutos cruciales y contradictorios: evitaríamos posteriores lesiones (alguno se rompió, pese a todo) y al mismo tiempo corríamos el riesgo de llegar cansados al pitido inicial.

Después de varios años sin jugar al fútbol (prefiero no calcular cuántos), se comprenderá la sensación de desamparo que sentí perdido en aquella descomunal pradera. En el césped del Bernabéu supe que las carreras de Oliver y Benji no duraban capítulos enteros por capricho o desconocimiento de los guionistas. Aquellos tipos tenían que haber jugado allí mismo. Juanito no se explicó bien, con su famosa frase intimidatoria en Italiano. Yo también llevaba el número 7 y me consta que no son los 90 minuti los que se hacen molto longo en el Bernabéu, sino los metros. Sumados a los años y los kilos de más, la combinación pudo ser letal. Mi mayor logro, de hecho, fue regresar casi intacto a casa.

Empecé bien, con una «media asistencia» que las rígidas estadísticas oficiales no reflejarán. Inicié la jugada de nuestro primer gol con una calidad técnica y una visión de juego que pocos observadores habrían podido adivinar. Recibí el balón a unos veinte metros del área rival, de espaldas a la portería, me giré sin romperme ningún hueso y abrí el juego, ¡con la izquierda!, hacia nuestro extremo derecho, que también se llamaba Federico, uno más de los récords de la noche. Mi tocayo portugués se acomodó el balón con los toques imprescindibles y envió un centro medido al punto de penalti. En esos segundos en los que los latidos del corazón te parecen audibles desde el segundo anfiteatro, decidí saltar en pos del primer gol y de la gloria eterna, dispuesto a hacer olvidar a Santillana.

No supe medir, sin embargo, variables tan caprichosas como la velocidad de la pelota, su dirección exacta y, sobre todo, mi menguada capacidad de salto. Vi pasar el balón a muy pocos centímetros, aunque no podría jurar que llevara los ojos abiertos, como Arconada, pero mi involuntaria artimaña fue coronada por la siempre imprescindible fortuna: un compañero que entraba por la izquierda, con la defensa totalmente desconcertada, recogió el balón muerto y disparó con potencia, sin que el portero pudiera evitar el tanto. Siempre podré decir que nuestro triunfo nació de mis botas prestadas y de mis anquilosados muelles.

Carsten Henning, jugador más valioso del torneo y el próximo Schweinsteiger

Creo que ganamos 3-0 frente a los de Simón Muñoz, teórico equipo local. El alemán Carsten Henning, que sería elegido MVP del triangular, y otro colega al que llamábamos Anelka (más bajito pero con más sangre) se encargaron de suplir las carencias de la mayoría y de marcar los goles decisivos. El momento crítico se produjo en el segundo partido, que jugamos del tirón. Los del Manchester nos pillaron agotados y se adelantaron con dos goles que no pudo atajar nuestro guardameta alemán, más seguro de lo que sugerían sus gafas. Pero en un final trepidante, y aprovechando que el entrenador me había dado descanso en una de las habituales rotaciones (entrábamos y salíamos del campo cada pocos minutos), el equipo remontó con tres goles ya históricos. El último partido sólo serviría para decidir el segundo clasificado. Ganó, con cierta emoción, el falso Manchester de Jordi Martínez «Alekhine», campeón de España y jugador patrocinado por bwin. Alekhine no sólo demostró su categoría con un memorable pase de tacón, sino que pude comprobar que es un tipo muy recomendable, más allá de su pasado y apodo ajedrecísticos. Algún madridista podrá discrepar, me consta.

Tras la emotiva entrega de medallas y la ducha, la noche, cada vez menos veraniega, acabó con una cena a la vera del césped, un tercer tiempo de lujo. No creo que ninguno de los 40 aficionados olvide el día que la Casa Blanca les abrió sus puertas.

El descompensado equipo campeón, con los rivales abatidos en segundo plano

 

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