El peruano Julio Granda Zúñiga (Camaná, Perú, 1967) es la demostración de que el talento, a veces, brota donde menos se lo espera. El mejor jugador sudamericano (a los 47 años, fue campeón continental en 2014) aprendió los secretos del juego antes que a leer, a los cinco años. Como niño prodigio, se negó a abandonar el ajedrez incluso cuando sus padres le dijeron abatidos que no podían costear sus gastos. Julio siguió superando etapas, con enorme tenacidad, dispuesto a caminar casi 200 kilómetros para participar en torneos y entrenar en Arequipa y disfrutando de grandes privilegios gracias a que su familia, dedicada a la agricultura, tuvo en él una fe inquebrantable. Si hubiera sido noruego y no peruano, quizá habría alcanzado los logros de Magnus Carlsen.
Su hermana Zoila Estela es autora del libro «Al otro lado del tablero (Infancia compartida con Julio Granda)», en el que narra de primera mano la vida de este antiguo genio infantil, que a los trece años se proclamó campeón mundial infantil. Antes, a los seis años, el padre de Julio y sus hermanos se pasaban con admiración el primer recorte de prensa protagonizado por el pequeño prodigio, que anticipaba una carrera plagada de éxitos. «Asombra niño campesino en ajedrez: Inkari», rezaba el título. Zoila completa el relato del periodista, que desconocía que a Julio no lo querían admitir en el torneo debido a su corta edad, y la leve indignación de la madre, porque la reseña hablaba de sus dos hermanos mayores, pero nada decía de sus dos hermanas.
Las dificultades económicas de la familia, en una casa en la que no había luz eléctrica, hicieron que la madre llegara a suplicar a su hijo que encontrara otro entretenimiento, ya que no podían costear la carrera de su hijo ni sus viajes a los torneos. El chaval, cuya voluntad era inquebrantable, convenció a sus progenitores de que el ajedrez era el único camino posible y se mostró dispuesto a recorrer decenas de kilómetros a pie para asistir a las competiciones. Las difíciles decisiones posteriores se vieron beneficiadas por la generosidad de sus hermanos, que no censuraban la discriminación que suponía que al pequeño Julio le compraban frutas y otros alimentos «de lujo», necesarias para forjar al pequeño campeón.
El relato, tan personal y cercano como solo puede escribirlo una hermana, se pierde a ratos en una madeja de recuerdos de la autora, que no siempre se concentra en lo esencial, pero es un testimonio valiosísimo sobre la vida de este fabuloso jugador. El lector no debe buscar partidas ni combinaciones en sus páginas, sino algunos de los secretos familiares sobre un gran maestro de ajedrez, algo que no abunda en la literatura del género. Es, en suma, el relato de una familia que remaba unida hacia la orilla más prometedora, con el talento de Julio como gran vela.
AjedrezOtros temas