Nenad Stankovic fue escolta y asistente personal del gran maestro americano entre julio de 1992 y septiembre de 1993. Con Bobby Fischer fallecido, desvela algunos de sus secretos y manías, no todos desconocidos. Recupero para el blog una versión extendida del texto publicado en ABC y en ABC.es el pasado 22 de agosto, para los lectores que estaban de vacaciones y no pudieron leerlo.
Nenad Stankovic publicó el año pasado el libro «The greatest secret of Bobby Fischer» (El mayor secreto de Bobby Fischer), que aún no se ha editado en España, aunque sí en Estados Unidos. Su prosa no creará escuela, pero cuenta infinidad de historias y anécdotas interesantes. El autor asegura que pasó 15 meses con Bobby con motivo de su duelo de revancha contra Boris Spassky, en Serbia y Montenegro, a pocos kilómetros del sitio a Sarajevo de 1992, sin acatar ningún embargo.
Cuenta Stankovic, asistente y guardaespaldas de Fischer, que soportó bien los caprichos y manías del genio 24 horas al día, como su obsesión por los cortes de pelo y trajes perfectos, pero que sufrió («fue un desafío para mí», asegura) con el antisemitismo de Bobby, quien jamás pronunciaba la palabra judío sin anteponer el adjetivo «sucio». Incluso le confesó que desde joven oía voces que le impedían dormir. ¿De quiénes? «De los malditos judíos». Los comunistas tampoco le parecían mejores, sobre su padre se negó a hablar y a su madre llegó a llamarla «zorra» por teléfono. De joven se avergonzaba de ella, aunque valoraba cuánto llegó a humillarse para conseguir dinero para él. Los periodistas, por ultimo, sólo eran unos seres deshonestos que querían hacerle daño y desconcentrarlo, para que no pudiera resurgir. Los peores, según Fischer, eran los del «Jew York Times», como él llamaba al gran diario estadounidense «The New York Times».
Además de obsesivo, Bobby era una persona extremadamente paranoica, que pensaba que la CIA o el Mossad lo querían asesinar. También exigió que revisaran la sala de descanso de la que según él abusaba su «amigo» Boris. Temía que recibiera ayudas ilícitas de los rusos, que según él amañaban «todas» las partidas (el tiempo le daría la razón con algunas). Fischer le contó también que la CIA estuvo a punto de reclutarlo de joven y se quejó de que no ayudara tanto como el KGB a los rusos.
Es conocido que el campeón desaparecido desde 1972 volvió a los tableros por dinero, tras veinte años de mutis. Cinco millones de dólares (3,65 para el ganador) tuvieron la culpa. Si hubiera prosperado la oferta de España, de cuatro millones, el mundo entero se había ahorrado bastantes problemas. Lo que casi nadie sabe es que a Fischer le costó un infierno cobrar lo estipulado. El organizador, Jezdimir Vasiljevic, amigo del presidente serbio Slobodan Milosevic y presidente del Banco Jugoskandic, sería detenido en 2009 por estafar 130 millones de dólares en un esquema Ponzi. A Fischer le pagó mucho después de lo prometido, cuando el americano ya estaba instalado en Hungría, desesperado y sin saber qué hacer, aparte de visitar a las famosas hermanas Polgar.
Robert James Fischer llegó a planear un duelo con la menor de ellas, Judit, después de descartar a Kasparov y Karpov por «criminales» y a algún otro por diferentes motivos. Stankovic opina que su soñado duelo con la mejor jugadora de la historia no fructificó porque el americano temía perder, pese a que se puso sobre la mesa una bolsa de premios fabulosa. Al parecer, Bobby también metió la pata con algún comentario antisemita en casa de los Polgar, que eran judíos.
Roces con Spassky
Otro de los momentos culminantes del libro es una escena inverosímil. Spassky pidió (¡al guardaespaldas!) más dinero por seguir «dejándose ganar». El viejo Boris (55 años) insinuó que el nivel de Fischer (49) era muy pobre, pero que el circo estaba montado para romper el bloqueo al país y ver resurgir al genio. El autor consideró aquello un farol y desoyó el chantaje, aunque cree que Spassky acabó logrando algo de dinero, aunque no sabe quién pudo dárselo.
Lo cierto es que, siempre según el libro, las relaciones entre ambos no eran tan fluidas. El campeón americano no sólo hizo revisar la sala de descanso de su supuesto amigo. Llegó a molestarle profundamente que su rival se presentara un día a jugar con una visera, igual que la suya, como si aquello fuera una especie de parodia. En otro momento de su duelo, Boris empezó a usar la sala de descanso más a menudo, alegando fatiga. A Bobby le irritaba este uso «ilegal» y después de la partida 21 pidió que cesara esta «actividad anticaballerosa» y «antiajedrecística». Un curioso antecedente del «vátergate» entre Kramnik y Topalov.
Bobby Fischer hablaba varios idiomas, incluido el español, y se esforzaba por leer la prensa serbia, al tiempo que rehuía toda clase de entrevistas, incluso con el insistente primer ministro Milan Panic. Otra de sus facetas era mostrar una exagerada autoconfianza: «No necesito ninguna preparación especial porque mi vida entera es un constante entrenamiento y eso me hace estar preparado en todo momento para cualquier desafío». En todo caso, nunca aceptó otros retos y murió solo y perseguido, aunque nunca olvidado. Sobre el tablero era Dios.
Las mujeres del genio
A su hermana Joan, con la que no tenía relación, la recibió con enorme frialdad, pese a que fue quien le enseñó a jugar de niño. Afirmaba que él «habría aprendido de una manera o de otra» y que ella era «una completa extraña» para él. Estaba segura de que había ido a verlo «tras el olor del dinero». «Me considero un gran patriota americano», le dijo un día Bobby a Stankovic, antes de confesarle que las relaciones con su país también se habían congelado. «Crecí en una familia fría, en una sociedad americana fría, durante la Guerra Fría».
Con la japonesa Miyoko Watai se acabó casando. Pero la más intrigante era una húngara de 19 años, Zita Rajcsányi, que lo tenía dominado. Fischer era muy ingenuo, aunque en los últimos meses, cuando se vio con dinero, según Stankovic empezó a frecuentar cierto tipo de locales en Budapest, por los que su guardaespaldas se veía obligado a perseguirlo. Su actitud contrastaba con la que ilustra una anécdota de los primeros tiempos. Durante un masaje, Bobby no pudo reprimir una erección y, avergonzado, le pidió a la masajista que abandonara rápidamente la habitación.
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