El socialismo del siglo XXI es una expresión que se utiliza, taimada y eufemísticamente, en América Latina para referirse, en realidad, al comunismo en el siglo XXI.
El socialismo del siglo XXI es un concepto que fue creado por un sociólogo alemán, Heinz Dieterich, y que se utilizó en América Latina, por primera vez, en público, en 2005, por el que, entonces, era el presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
La razón de la apropiación y de la transformación de ese término del socialismo del siglo XXI por parte de Hugo Chávez fue doble.
Por un lado, Chávez buscaba hacer más digerible, en primer lugar, el proyecto comunista entre los votantes incautos de Venezuela y, posteriormente, entre los de los demás países de América.
Por otra parte, Chávez quería manipular, más fácilmente, su agenda totalitaria ante las cancillerías de las naciones del mundo y los líderes y los representantes de las organizaciones regionales y de los organismos internacionales.
En definitiva, el socialismo del siglo XXI en América Latina no es más que el castro chavismo o el narco comunismo que surge del legado combinado de Pablo Escobar y de Fidel Castro.
En otras palabras, el socialismo del siglo XXI es el comunismo de siempre financiado por los beneficios del modelo de negocio del narcotráfico.
La finalidad de la implantación de ese narco comunismo es acabar con la libertad, con la democracia, con la institucionalidad, con el Estado de Derecho, con la separación de poderes y con el imperio de la ley en América Latina.
Para lograr ese objetivo, el socialismo del siglo XXI en América Latina ha desarrollado un modelo y una metodología propietarias de gestión de los procesos electorales.
Ese modelo aspira, con apariencia democrática, bien a que los gobiernos autoritarios ya establecidos en la región se perpetúen en el poder -el partido de Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez y, después, Nicolás Maduro en Venezuela- o bien a que candidatos de partidos liberticidas, asimilados o simpatizantes del socialismo del siglo XXI, puedan acceder al poder -Pedro Castillo en Perú-.
Todo lo anterior se logra a través de procesos con apariencia de elecciones libres y justas.
Es un método criminal.
Es una metodología de fraude electoral con el objetivo de alterar la voluntad popular.
El diseño de este modelo se ha convertido en el arma más letal para destruir las democracias en América mediante la perversión de los sistemas electorales -antes, durante y después de las elecciones- y la supresión, por tanto, de los principios de transparencia, de publicidad, de objetividad y de imparcialidad que deberían presidirlas.
De esta forma, los registros electorales se contaminan y se manipulan, las normas que presiden estos procesos se cambian caprichosa y arbitrariamente, los electores se fabrican y se inventan o los muertos resucitan milagrosamente para ejercer su derecho al voto.
En suma, el objetivo del modelo es eliminar completamente la integridad del proceso electoral.
Este modelo se sofisticó cuando, en 2004, en Venezuela tuvo lugar el estreno de las máquinas para recibir, sumar y certificar los votos de un proceso electoral.
Posteriormente, se incorporó este elemento nuevo de la tecnología -específicamente, las máquinas electorales y su software correspondiente- a cualquier fase de las elecciones para, así, automatizar al máximo todo el proceso electoral.
Más adelante, a la vista del éxito obtenido, el gobierno de Venezuela exportó su tecnología, su saber hacer y sus expertos en falsificación de elecciones al Ecuador de Correa, a la Nicaragua de Ortega o a la Bolivia de Morales.
En 2017, en Ecuador, por primera vez, existe constancia de cómo se cambiaron los resultados de un acta electoral al pasar por un escáner antes de ser publicada en la página del Consejo Electoral del país.
En 2019, en Bolivia, a raíz de la auditoría que realizó la Organización de Estados Americanos (OEA) de las elecciones presidenciales de aquel año, se evidenció un comportamiento doloso al alterarse las actas electorales y sus firmas y al identificarse que se había redireccionado el flujo de los datos electorales a través de dos servidores ocultos y no controlados por el Tribunal Supremo Electoral nacional.
En la práctica, los fraudes electorales que están teniendo lugar en América desde el comienzo del s. XXI son de dos tipos y, en algunas ocasiones, combinan los dos.
En primer lugar, se cometen fraudes sistémicos.
Los fraudes electoral sistémicos son aquellos que se perpetran al estar enraizados dentro del sistema político mismo.
Así, por ejemplo, las constituciones inspiradas en las del castro chavismo no reconocen igualdades de derechos y de sufragio para los ciudadanos, como es el caso de la de Bolivia o de la de Nicaragua, países donde, en la práctica, no hay sufragio universal y en los que, a algunas zonas geográficas -en Bolivia, por ejemplo-, se les otorga una prima de sobrerrepresentación electoral debido a que cuentan con un entorno sociodemográfico supuestamente desfavorecido que ameritaría ser recompensado.
Adicionalmente, las leyes que rigen los procesos electorales permiten la manipulación de la identificación y el registro de los ciudadanos o la zonificación sesgada de las áreas electorales y del padrón electoral -en el caso de Bolivia, con el inflado de centenares de miles de votantes fantasmas-.
Todas estas irregularidades suelen ser factores sobre los que no se permite intervenir ni a los apoderados de los partidos concurrentes, ni a los observadores internacionales durante el día de la votación.
En segundo lugar, se consuman fraudes fácticos.
Los fraudes electorales fácticos son aquellos que tienen lugar en el acto electoral, o después, y afectan al voto mismo, a la confección de las actas electorales, al recuento y a la suma de los votos, a la firma de las actas, al proceso de impugnaciones de cualquiera de los anteriores, a las nulidades, a la cadena de custodia de los votos o a la proclamación de los resultados.
El fraude electoral pasó de ser considerado como una teoría conspirativa o como una leyenda urbana para cobrar carta de naturaleza como un fenómeno probado fehaciente y verazmente.
El fraude electoral aspira a crear dictaduras electoralistas en las que el ciudadano vote, pero, en cambio, no elija a sus representantes, legítima y legalmente, ya que lo que se busca con este modelo fraudulento es que los candidatos del narco comunismo triunfen siempre.
El narco comunismo sabe perfectamente que la celebración de elecciones periódicas libres y justas, fundadas en el sufragio universal secreto como expresión de la soberanía nacional, es uno de los elementos esenciales de cualquier sistema democrático.
Complementariamente, para que unas elecciones se celebren de acuerdo con estos principios han de concurrir, también, el respeto a los Derechos Humanos y las libertades fundamentales, la separación e independencia de los poderes públicos, la libre asociación política -sin presos, sin exiliados o sin perseguidos políticos- y la existencia de un Estado de Derecho y del imperio de la ley.
Estos principios son los que el narco comunismo busca subvertir y alterar con su metodología electoral fraudulenta.
El fraude electoral se ha convertido en endémico en América durante los últimos años.
Es, en sí mismo, un fenómeno de criminalidad organizada transnacional, que tiene como horizonte la implantación en América del socialismo del siglo XXI, es decir, del castro chavismo, del narco comunismo, en definitiva, del comunismo en el siglo XXI.
Los próximos objetivos de este fraude transnacional son las elecciones presidenciales de Nicaragua, a celebrar el 7 de noviembre de 2021, las de Colombia, previstas para el 29 de mayo de 2022, y, por qué no imaginarlo, las de alguno de los países que están actuando como cabeza de playa de este movimiento en el sudoeste de Europa.
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