NB: Una versión distinta de este artículo fue publicada anteriormente en El Economista.
El asalto terrorista de Hamas contra parte del sur de Israel, desatado el 7 de octubre de 2023, provocó una sacudida mundial.
La región estaba en calma relativa y, en ella, avanzaban procesos de normalización sorprendentes.
Esos eran los casos del entendimiento entre Arabia Saudí e Irán, mediado por China, en marzo de 2023, o de los Acuerdos Abraham, cuyo tercer aniversario se cumplió el 15 de septiembre de 2023 y que propiciaron el reconocimiento del Estado de Israel por varios países árabes.
Tras aquel bárbaro fin de semana, hoy es un hecho incontrovertible, más allá de los juicios de valor, que los ciudadanos israelíes normales y corrientes están cansados y asqueados del islamismo radical y quieren acabar con Hamas de una vez por todas.
En estos momentos, a Israel no le preocupa cómo se siente la comunidad internacional por lo ocurrido en estas semanas, ni cómo podría resolverse el conflicto palestino-israelí.
Israel quiere resolver su problema Hamas para siempre.
Las posibilidades de que el actual conflicto escale son reales, a pesar de que las potencias regionales y algunas globales estén interviniendo para evitarlo.
Sin embargo, aunque sea contradictorio con lo anterior, cuantos más jugadores externos al problema se involucren en este asunto, más grandes serán los riesgos de que este enfrentamiento aumente más rápidamente.
Entre todas estas amenazas, las de mayor peligro, para la región y para el mundo, son la de un enfrentamiento entre Estados Unidos (EE. UU.) e Irán y la de la apertura de un segundo frente, el septentrional, a través del cual, desde el Líbano, el grupo terrorista Hezbollah, la milicia chií libanesa, atacara a Israel.
Los jugadores, dentro o fuera de la región, que se sienten involucrados en este enfrentamiento son nueve.
Egipto y Jordania son los países más interesados y empeñados en resolver el conflicto presente por la vía del diálogo.
La Turquía de Erdogan, a pesar de los posicionamientos y de las declaraciones de éste en favor del islamismo y de la causa palestina, en esta ocasión, de forma sorprendente, quizás, adoptó, inicialmente, un tono más conciliador y consultivo entre las partes.
Así, el presidente de Turquía afirmó que el Estado de Israel y Hamas debían encontrar una vía para iniciar la desescalada de su enfrentamiento y para retornar a un cese del fuego.
Sin embargo, en las últimas horas, bajo la presión de la calle, Erdogan ha endurecido tanto su discurso sobre Israel que las relaciones diplomáticas entre los dos países podrían sufrir un daño irreparable que durara en el tiempo.
Líbano, que ya está implicado en esta crisis, se encuentra atravesando la peor situación económica en sus ochenta años de independencia, tras el final del control de Francia, mientras que, durante las décadas pasadas, por la vía de los hechos, su sistema político se ha consolidado en torno al sectarismo de carácter religioso.
La fuerza creciente del grupo terrorista Hezbollah pone al Líbano en riesgo de verse directamente involucrada, una vez más, en una guerra contra Israel.
Irán ha buscado dañar a EE. UU. desde la revolución de los ayatolás, en 1979, y, durante décadas, desde entonces, Teherán ha armado a las facciones terroristas más radicales del movimiento palestino.
Si Irán, por cualquier motivo, llegara a implicarse en el desafío que Hamas le ha planteado a Israel, este conflicto escalaría a una guerra regional, cuando no, incluso, a una global.
Arabia Saudí se encuentra en pleno proceso de encuentro con Irán y, de manera simultánea, está haciéndole la vida difícil a EE. UU.
No es esperable que los saudíes se impliquen en el combate entre Hamas e Israel, pero, si lo hicieran, esta guerra podría transformarse peligrosamente en una de connotaciones religiosas.
Para EE. UU., Israel es su socio por excelencia en el Próximo Oriente y Washington quiere continuar desempeñando el rol de potencia dominante en la zona, como hasta ahora.
Si EE. UU. se enredara en esta situación, más allá del envío de sistemas de armas a los israelíes, complicaría el conflicto y todos los demás actores, regionales o globales, se verían tentados a participar, también, en el mismo.
El gobierno de Biden actúa a la desesperada para tapar sus fracasos en la salida estadounidense de Afganistán y con el proyecto Ucrania.
Asimismo, EE. UU. se enrabieta al contemplar su declinar como poder decisivo en Oriente Próximo y sería capaz de provocar cualquier reacción irracional para intentar impedirlo.
China quiere continuar actuando como un pacificador en la región, tras el éxito diplomático gigantesco que ha conseguido al facilitar que Arabia Saudí e Irán se entiendan.
Pekín necesita de la estabilidad y de la ausencia de conflictos para seguir impulsando en el Próximo Oriente su política estratégica de la Iniciativa del Cinturón y de la Ruta (ICyR) o de la nueva ruta de la seda.
El obstáculo al que se enfrenta China para conseguir estos objetivos es que EE. UU. hará todo lo que sea necesario para impedírselo.
Por último, Rusia podría ser otro promotor de la paz en la región, ya que tiene acceso e influencia sobre todas las partes involucradas, aunque, como en el caso de China, EE. UU. removerá cielos y tierra para obstaculizárselo.
El mundo se dirige hacia uno de los momentos más peligrosos que ha vivido desde el final de la II Guerra Mundial.
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