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El que se mueva…

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Hace unos días salió en prensa una noticia llamativa. El Constitucional confirmaba la expulsión de 20 meses de una militante asturiana del PSOE que hace años criticó en un periódico la decisión de suspender unas primarias municipales en Asturias.
El texto de su carta (extraído de El Independiente) decía lo siguiente:

“Estamos cansados de ver cómo en las listas van personas que no tienen más oficio que el de tener la lengua muy marrón -permítaseme la grosería encubierta-. Queremos políticos de verdad, no verdulerías que poco o nada hacen por la comunidad, y el PP y el PSOE nos llenan el cerebro de escándalos, de palabras asquerosas lanzadas entre ellos. De programa, de calidad de vida, de calidad de edificación, de ayuda social a los enfermos, a los ancianos, de eso no leo nada ni de unos, ni de otros. Nos estamos cansando de ver cómo los pantalones vaqueros marcan lo que está claro que después no tienen. Al parecer, el voto fue por unanimidad, pues los que están en esa ejecutiva con mi apoyo y el de otros compañeros, que sepan que no nos representan, los pusimos ahí para defender la democracia, la honestidad y la libertad, incluido dentro del partido. Estamos cansados de mangantería, de gente que no trabaja y que su única aspiración es ir en la lista, en la que sea, sin que el resto sepamos qué valores los acompañan, qué méritos en la vida civil tienen. Ésa es la clave de muchas cosas: la vida civil, las organizaciones ciudadanas y el poco respeto que desde el aparato de los partidos se les demuestra.”

Lo “injurioso” no se ve, se desliza como sospecha general. En un artículo de prensa no sería un problema. En un partido sí.

A falta de leer la sentencia (salvedad que es necesario hacer; se trató de una filtración), lo llamativo no es la protección de la capacidad del partido para autoorganizarse a través de sus estatutos, ni la protección de su potestad sancionadora dentro de sus propias normas, sino la concreta limitación del derecho de libertad de expresión dentro de ese marco.
Por encima de la libertad de expresión estaría la lealtad institucional, vendría a decir.
Al parecer, fue importante que la queja (deslizando sospechas personales) se hiciera de manera pública y rozase lo injurioso. Un militante no puede ir contra los intereses de la organización a la que libremente se afilió. El TC no juzgaría, por tanto, el incumplimiento de una norma concreta de los estatutos, sino el fondo de las palabras de la militante.
Es decir, aquí se establece un límite a la libertad de expresión en la propia organización interna y en los estatutos, como diciendo: “el que se afilia sabe a qué se atiene”. Pero el partido político no es una asociación más, no es un club privado que exige el sometimiento a unas reglas particulares libremente admitidas. Son los instrumentos orgánicos decisivos del Estado. Constitucionalmente, se le exige un comportamiento democrático. ¿Y cómo va a haber un comportamiento democrático si la libertad de expresión tiene límites, límites tasados estatutariamente?
Sería como decir que la libertad de expresión tiene, en los partidos, un límite anterior en sus propios estatutos y en sus propios intereses como organización. ¿Pero quién determina cuáles son esos intereses?
Esto es tanto como decir que no es la misma libertad dentro que fuera del mismo, que tiene un marco más estrecho.
Las críticas de la militante contra personas del partido se decidió en sus propios órganos que eran merecedoras de sanción. Lo que el TC protegería sería la capacidad de esos órganos internos para decir qué vulnera y qué no sus propios estatutos. Lo que es crítica legítima y no, por tanto, sigue estando dentro de la capacidad de autorregulación de los partidos.
Es llevar a la jurisprudencia aquello de que “el que se mueve no sale en la foto” y reconocer que la libertad de expresión en los partidos es menor que fuera.
Es conocida la relación de fuerzas en un partido, pero ahora el TC respalda ese situación de hecho, la capacidad del poder de facto para determinar los límites a la crítica interna.
El problema quizás sea que, dada la importancia capital de los partidos en la formación de los tres poderes, la libertad de expresión dentro de ellos se convierte en algo directamente decisivo para la libertad pública, el debate político, la pluralidad, la democracia y la libertad, valores todos consagrados constitucionalmente.
Es decir, que el Constitucional (y es la duda que se le despierta este humildísimo plumilla) ya ha decidido su posición en un debate fundamental entre autoorganización interna y democracia interna.
La interesada declaró sentirse “víctima del Estado”. Y algo de esclarecimiento definitivo y general tiene esto. Quizás el funcionamiento del partido (funcionamiento partidista, diría un tertuliano) no pueda ser de otro modo y el TC lo esté reconociendo, pertrechando así los límites y rigideces del Estado de Partidos.

La democracia interna produce monstruos como Pedro Sánchez. Y todos los partidos, nuevos y viejos, parecen coincidir actualmente en el estricto control de sus “procesos”.

Los partidos, por cierto, suelen institucionalizar por compensación la figura (a menudo cargante) del “verso suelto”, personajes pesadísimos que ejercen profesionalmente la función de crítica y/o Pepito Grillo.

Será interesante leer la sentencia cuando salga, casi apasionante (qué triste suena esto).

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