El reciente documental dedicado a Steve Bannon, “The Brink”, traducido aquí de modo poco sorprendente como “El Gran Manipulador”, parece responder más bien a un interés morboso: cómo es Bannon, no cómo piensa Bannon.
Aunque él repite una y otra vez que lo suyo es nacionalismo económico, no notas a pie de página civilizatorias, ni cuestiones morales. Lo que él amalgama en Estado Unidos es ante todo nacionalismo económico.
“Es lo que nos une, no importa cuál sea tu raza, tu credo, tu sexo o tu preferencia sexual”. Que la izquierda se enrede en sus guerras culturales mientras él habla a la gente de sus problemas, uno de los cuales, no pequeño, es seguir teniendo un país sobre el que decidir algo, por poco que sea.
No le hacen tanto caso. Nadie parece hacerle mucho caso finalmente. Bannon fue ignorado cuando podía explicar algo (a Trump) y luego sobredimensionado para ponerle cara a una amenaza tan útil como distorsionada: que vienen los malos, los viejos monstruos que se han despertado de su letargo de más de medio siglo y, como en una película de zombis, después de bostezar han comenzado a coordinarse y hasta a comunicarse en las redes sociales.
Esta es lo que muestra el documental. Una cámara detrás de Bannon desde que deja la Casa Blanca hasta que empieza a intentar coordinar las heterogéneas fuerzas populistas europeas, como si fuera a repetir y a extender por el mundo su magia negra.
Hay alguna cosa que agradecer, como la posibilidad de presenciar la altivez de un periodista de The Guardian al entrevistarle. Le lee la cartilla. No es una entrevista, es como un inspector moral verificando.
Pero, sobre todo, el documental es ver a Bannon, verle comer, hablar, ir de un sitio a otro o combinar camisas, lo que acaba funcionando extrañamente como una advertencia. Tiene algo de involuntaria advertencia. Muestra algo tierno y familiar. Así podríamos acabar. Así podemos acabar. Vemos el efecto de años y años llevando la contraria íntimamente, mirando con aprensión el correr de las manecillas del reloj: problemas dermatológicos severos, una crónica falta de coordinación en el vestir, matrimonios fracasados, soledad, desarrollar a modo de disculpa un humor irónico y autolacerante para manejar las bromas y la susceptibilidad ajenas; llegar a identificarte por placer (y un punto de resignación) con los villanos de las películas, tener conversaciones en ayunas sobre el futuro de Occidente y leer el Financial Times o cualquier otro periódico con una mirada bifocal, a la vez como propaganda y como algo que se lee al trasluz, como un palimpsesto que anuncia el futuro, como si incluyera mensajes crípticos sobre China, Irán, Turquía, partes del planeta que se desperezarán amenazantes; intuir cólera geopolítica donde otros ven índices y seguir una dieta de refrescos y palomitas, padecer un sobrepeso mal disimulado con americanas, definitivamente no saber comer y no saber vestir, tener una especialización y a la vez un interés inconcreto entre lo financiero y lo cultural, en perpetua desventaja frente a ejércitos de expertos; querer cambiar las cosas, detenerlas, pero no saber tampoco a qué punto volver; conservar un idealismo melancólico, como una nostalgia endurecida; tener pocos amigos con los que quedar a hablar en una lengua muerta; tener que crear tú mismo la organización o el movimiento en el que estarías, porque no existe; ir a Venecia y no salir del hotel, ir ya siempre por las sombras de las cosas, estampar en elementos del mobiliario la bandera nacional o tener con las mujeres una galantería pasada de moda sin renunciar por ello a la ropa de sport. Estar a la última, muy atento a las cosas, y a la vez old fashioned, mirando al pasado como alguien que jugó con la máquina del tiempo y se quedó atrapado en un bucle. Ser alguien que observa las jornadas electorales solo y sufriendo, como quien ve signos funestos en los luminosos de la tele, como si fuera el único ser en muchos kilómetros a la redonda capaz de oír el lento chirriar del mundo saliéndose de su eje. Ser Steve Bannon.