Es difícil no simpatizar con el iberismo, como es difícil no simpatizar con Portugal, pero el iberismo se plantea a veces de un modo entristecedor. Algo así como un lugar donde refugiarse después del fracaso. “Ah, como no pudimos ser españoles y esto es un desastre (típico discurso flagelo) seamos ibéricos, que nuestros buenos y serios hermanos portugueses, a los que ignoramos y no tenemos en cuenta, nos ayudarán con su mayor civismo (un poco anglosajón, pero no lo diremos) y nos salvarán de nosotros mismos…”.
Esto es respetable, pero es un poco irritante. Lo ibérico como desguace de españolidades fracasadas. Renunciar a la madre España por la remota tía Iberia, que sí tiene, hay que reconocerlo, algo muy útil y humorístico: ser incontestable para los nacionalistas antiespañoles, que no serán España, pero no pueden negar que son ibéricos (¿o sí pueden? En las representaciones gráficas nacionalistas, Cataluña siempre parece desgajarse de la tierra para salir de la península).
En lo que tiene el iberismo de fracaso de España, de confederación absurda, resulta doloroso e insoportable, también en lo que tiene de escapismo al estilo de los yo-soy-TerceraEspaña, que ni serían España, ni antiespaña, sino Iberia. Son los ibéricos por desdén, un poco pessoanos, demasiado por encima de lo político para estas zarandajas del ser o no ser (en este tipo de “iberismo” se lleva la cultura a un molde geográfico peninsular, pasando por alto el pequeño detalle del Estado y la política).
Pero hay una dimensión menos ambiciosa del iberismo, más cultural que política, que resulta cautivadora. En otra situación, en otro estado de cosas, España, que ahora bastante tiene con ser, podría proyectar cosas audaces. En un país distinto, con el problema territorial resuelto, apaciguado o conformado (con las identidades serenadas políticamente), España y Portugal podrían reforzar sus lazos mediante el mutuo estudio del idioma. Titulo esto iberismo loco porque loco es, pero imaginen que allí se estudiase español (se estudia mucho) y aquí portugués, que se estudiase la lengua en los colegios hasta comprenderla, como antes se estudiaba francés. E imaginen y proyecten lo que podría ser eso extendido a Brasil e Hispanoamérica. Que Portugal y España consolidasen y afianzasen el espacio ecuménico hispanoluso, con el centro en Iberia (¡Iberia vertebrada!), una proyección europea más poderosa con un brazo extendido al continente (¡Visegrado Ibérico!) y el otro históricamente a Roma y el mediterráneo, y la influencia trasatlántica en una comunidad de decenas de países y cientos de millones de hablantes (¿700?).
Qué poderoso intérprete del mundo y qué cuña fabulosa sería de cultura, valores espirituales, sensualidad, literatura, música y posibilidades entre Eurasia y el mundo anglosajón.
Este es el tipo de iberismo que resulta fascinante, una ensoñación a los postres: la creación de lo que en realidad ya es, un enorme espacio cultural hispanoportugués. Porque darse la vuelta y mirar a Portugal (es como si España y Portugal durmieran juntas, en muda cucharita, pero con España de espaldas), ese darse la vuelta a mirar a Portugal traerá inevitablemente la mirada atlántica y al resto de lo hispano.
¿Y no sería la mejor y más completa manera de mirar a América? Y (y perdonen el exceso) ¿hay otra manera de entender correctamente a España que no sea mirando hacia América? Qué España pequeña, ridiculizada, negada, acomplejada y traumatizada surge de la mirada ombliguera a sus regiones (mirada dirigida, impuesta por sus oligarquías separadoras), y qué otra España tan distinta aparece cuando se la saca fuera, cuando se la pone en el mapa. La una se encoge, se reduce; la otra se abre al mundo y a su ser con naturalidad. En la primera hay psiquiatría; en la segunda, empresa, aliciente.
Los extremeños fueron conquistadores, y ahora, muy cucos, viven calladamente su cercanía con Portugal, de la que disfrutan más que nadie. Portugal secreta menos para ellos. Los extremeños, como los gallegos a su modo, disfrutan de algo que el resto de españoles tenemos más lejos. Lo malo que tendría esta apertura al vecino es que perdería su encanto de cosa oculta y preservada de nosotros, de melancólico balneario ibérico. ¿No parece que siempre descubrimos Portugal cuando vamos allí, que siempre la estamos descubriendo, sacando de su secreto? Habría que estrechar los lazos, pero no mucho…
Puestos a decir cosas sobre el Iberismo, esta “locura” de la ecúmene hispanolusa parece algo atractivo y una forma de simpática resistencia cultural a lo chino y a lo anglosajón. ¿Por qué escuchamos hablar del referéndum leonés, de Tabarnia o de Blas Infante y no de esto? Puestos al disparate, ¿por qué no disparatar adecuadamente?
Entre destruir España, que es el juego de algunas de nuestras élites, y crear este Gran Espacio Hispanoportugués, esta comunidad revitalizada ¿no es mejor y hasta menos peligroso lo segundo?
Pero (es el momento de que el plumilla detenga abruptamente la ensoñación) bastante tiene España ahora con lo que tiene…