Para quien pasa el verano en Madrid una buena opción es pasear por el centro. Quedarse sentado en alguna terraza, mirar mucho: qué bonito todo, cuánto turista, me pone otro café…
Cerca de la Plaza Mayor he visto este verano a un limpiabotas. Siempre el mismo. Un señor ya de cierta edad, con algo de monosabio, muy atento a su trabajo, es decir, a los señores. El primer día lo vi cargado con su instrumental buscando entre los bares un cliente. Verle era sentir de inmediato la crisis terminal de su oficio. Era como ver a un lince o a un rinoceronte, algo que se podía extinguir en la misma calle. Porque alrededor solo había zapatillas, chanclas, sandalias, pantuflas de nylon. Más dedos que cuero. Un muestrario de pinreles burbujeantes bajo las mesas de las terrazas. Nadie llevaba allí zapatos dignos de ser lustrados. Ser limpiabotas en 2019, y en verano, ¡qué crudo panorama!
Sin duda sería más lucrativo ir haciendo las uñas, ofrecer una rápida y varonil pedicura francesa, pero el hombre se mantenía fiel a su oficio.
En días sucesivos, al encontrarme al mismo limpiabotas, observé con más detalle que no se fijaba en los pies. Sentado yo en una terraza, se detuvo junto a mí, pero no por mí, sino por un señor extranjero con un gran puro en la boca. Frente a él, sin un ademán, sin mímica ni inglés, en un español gracioso, le ofreció una pasadita al calzado. El turista declinó con un leve gesto casi desdeñoso que, sin embargo, no resultó inapropiado. El diálogo entre los dos hombres tenía una propiedad antigua. El limpiabotas no necesitaba ir mirando los pies, los pies civilizatoriamente terminales de los hombres actuales, sino otra cosa. Le bastaba con los gestos, los rastros de señorío. Nos iba mirando a la cara, al semblante, como si el limpiabotas detectase el don, buscase al señor, la estampa antigua.
Algunas mujeres se fijan en el calzado para saber cómo es un hombre; él mira al hombre para saber cómo será su calzado.
La finura de ese olfateo señorial, la naturalidad de su reconocimiento y la eternidad de su diálogo parecían algo mucho más importante que el mismo servicio.
El limpiabotas, con su cosa como de dispositivo neorrealista, como de extra que algún director español se hubiera dejado olvidado en un rodaje (¡o de extra que hubiera huido de uno!), busca lo antiguo entre nosotros, lo invariable, busca entre la gente algo que permanezca, su par anacrónico.