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La Gaceta

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Estuve solo una vez en la redacción de La Gaceta. Fui con Bustos a saludar a Carlos Dávila, que por entonces dirigía el periódico y que me dejó una divertida sensación de no haberme leído nunca. Al paso me salieron algunos periodistas muy serios que me miraban con desconfianza. Luego fui sabiendo que no era nada personal, que eso era la mirada profesional. Recuerdo que allí dentro yo me preguntaba quién pagaba tanta infraestructura, de dónde salía el dinero para tanto pupitre y tanto ordenador. Es algo que me pregunto constantemente, sobre todo en Madrid. Por eso me extrañó siempre la sorpresa posterior, porque todas las burbujas requieren la fingida inocencia, una cooperante credulidad.

También me pregunté siempre si había derechas para tanto papel. Lo de La Gaceta era una derecha reactiva, yerta y cruciforme que con la crisis empezó a hacerse marginal y convulsiva, como todo lo hambriento.

A mí me llevó allí Maite Alfageme, que en tiempos de amar revueltos (prefiero este título por sus posibilidades sexuales) transmitía un asombroso entusiasmo por la profesión. A mí todo ese esfuerzo me provocaba una respetuosa melancolía a pesar de que lo miraba externamente. Ella alumbró allí más de una vocación, quizá (quise ver siempre yo) transmitiendo un legado de afinidades y gustos que en ella venía de ABC y el mismísimo Campmany.

No sabía yo qué hacía en ese elenco de firmas preocupadísimas, de declamadores de una derecha sin sistema, de niños bien y niñas aún mejor, pero empecé a escribir un par de columnas a la semana, de espacio suficiente y tema general, político o costumbrista. Luego se convirtieron en contraportada veraniega y, después, a medida que el periódico se iba reduciendo, en cuatro columnas semanales de televisión.

Recuerdo que el día que tuve que mandar la primera columna me puse malo. Salí de mi trabajo medio descompuesto y al llegar a casa me metí en la cama. No conocía yo ningún lector de La Gaceta, pero me sentía como Mónica Pont  debutando en la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

Supongo que el periódico deja más acreedores que lectores, pero allí trabajaron jóvenes muy capaces (algunos con un conmovedor entusiasmo cercano al fetichismo) y profesionales muy dignos lastrados, quizás y sin quizás, por el peso ideológico de una derecha con braga de hierro (como para volar con un jeté…). Estas personas llegaron a conseguir que durante un instante ese negocio de improbable supervivencia quisiera parecer un auténtico periódico, elevando en mucho las aspiraciones panfletarias del sórdido entrepreneur.

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