Harto del confinamiento he decidido salir un rato de casa para pasear. Impuesto el “que corra el aire” decidí ser muy prudente. Ir por aceras amplias y alejándome de los peatones, guardando mucha distancia. Lo “bonito” de esta situación es que desconfiamos de los demás y de nosotros mismos, y nos preocupamos también por el prójimo. Hay una responsabilidad hacia el otro y esto, realmente, no nos cuesta nada a las personas educadas. Las personas consideradas, un poco tímidas, quizás amedrentadas por las convenciones, que piensan en el otro incluso al cruzar un paso de peatón. Para esa gente, gente como yo (no me importa presumir), esta situación no es tan diferente a la normalidad: no invadir al otro, no hablarles en la cara, no gritar y por tanto no expeler felipillos o vida microscópica, no caminar como Napoleón, no acabar las existencias de los supermercados por puro sentido de la proporción… En fin, he observado que hay gente que lleva este trance con bastante normalidad y una educada resignación. Gente con la que te cruzas ante las bandejas de pechugas de pollo con un civilizado sentido del desinterés, fingiendo que no se acaba el mundo.
Pero hay de todo. En mi pequeño paseo de esta mañana he optado, al elegir itinerario, por aceras anchas y en una de ellas, a lo lejos, he visto surgir al runner, la figura urbana tragicómica del runner o corredor, que no desaparece con el coronavirus. Este especimen en concreto no era especialmente enérgico, se le veía un trote lastimoso y por eso yo, ya muy lejos, lo observaba con una preocupación que se fue extremando a medida que se acercaba. ¿Guardará el metro de distancia? ¿Irá con la lengua fuera? Llegado un punto ya le vi jadeante, extenuado y con un paso poco prometedor, pero pensé: No seas agonías, hughes, hay mucha acera, no pasa nada, a ver si de verdad vas a ser un alarmista… Y es cierto que había mucha acera, era una de estas aceras nuevas enormes, una acera un poco podemita porque tenía un rasgo también muy actual: el carril bici. La acera era, en dos terceras partes para los ciclistas, y en un tercio peatonal. Están así las cosas, protestar de esto ya sería otro tema, pero es importante porque el corredor o runner, al aproximarse a mí, y teniendo para sí metros de terreno libre, aunque ciclístico, y sin nadie que viniera de frente y nadie por detrás (carriles-bici perfectos y desérticos como vías romanas, como vías que llevan todas a la Roma de la gran gilipollez), decidió no invadir ese espacio y echarse hacia mí, es decir, movido por una especie de docilidad municipal y culto al carril bici no osó hollar con sus zapatillas de deportista el espacio destinado a los velocípedos, espacio no transitado, y en su lugar se volcó en lo peatonal, hacía mí. Entre violar ante los ojos de nadie la ordenanza municipal que protege el carril bici o respetar el espacio mínimo anticoronavirus, optó por lo primero. Un incompresible y ordenancista sentido de la obediencia.
En el momento en el que debía debatirse: ¿soy, en tanto deportista, aunque fatigoso, un poco bicicleta o soy peatón? ¡Decidió lo segundo! Optó por la acera violando el metro prudente que nos debía separar y lo hizo, para colmo, jadeante, con la boca abierta. Pude ver, pude sentir sus miasmas, las partículas de su microbiota o como se diga entrando en el aire común, compartido, y, asqueado, odiador, pero movido o más bien inmovilizado aun por ese último recurso del civismo, no hice nada, ningún gesto, no le pegué, no le grité, solo una pequeña mueca de preservación: cerré mi boca y la moví hacia el otro lado, alejándola un poco apopléjico de sus muchos microorganismos de runner invasivo. Ladeé la boca como John Wayne comiendo chicle, la llevé todo lo lejos que pude hacia el otro lado hasta que él pasó. Aun hubiera dejado de respirar unos segundos para protegerme de su estela de babas etéreas, pero iba hablando por el móvil y tampoco (¡de nuevo el prójimo!) quise desconcertar a mi interlocutor, al que, creo yo, ya mantenía en los límites del interés mientras esto sucedía.
actualidad