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El columnista surfero

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He visto a un hombre mostrando la foto de su perro dormido mientras recordaba a Excalibur de la misma manera en que un padre arroparía a su niña tras conocer los crímenes del pederasta de Ciudad Lineal. Hablaba del perro como de un bebé. Durante toda la jornada de maravillosa exaltación de la sensibilidad animalista, se han referido al perro sacrificado como a un receptáculo biológico de toda la ingenuidad, candidez y bondad original. Es como si hablaran del buen salvaje, pero en perro. Como si, no pudiendo ya mantener por más tiempo una determinada concepción del ser humano, necesitaran prolongarla en el animal. Y esto es curioso, porque siempre había pensado uno en la continuidad animal-hombre como una revocación del antropocentrismo hacia una forma de general animalidad que nos acercara a ellos y nos responsabilizara frente a la vida y la cultura. Pero no. En ellos, hay una transmisión de atributos humanos hacia el animal. No es que haya animalidad en nosotros, sino al revés. ¿Es el perro cándido? ¿Tiene el perro la candidez innata del salvaje?

Viendo a los a animalistas me acordé de Nietzsche llorando agarrado a la cabeza del caballo maltratado. Pero el filósofo, ojo, estaba majara. Podría pensarse que esta nueva sensibilidad, que sin duda hay que empezar a asumir como the next big thing en la democracia española (y por tanto, comprenderla, rebatirla, aceptarla, vivir con ella), es una muestra del refinamiento moral de la sociedad, pero también cabe dudarlo. Porque a lo largo de esta crisis hubo algo feo. Quienes criticaron la repatriación de los misioneros asumían un mundo en el que la frontera entre África y Europa fuera mucho mayor que la muralla de Melilla. Ese “déjenlo allí” lleva implícita una fea actitud hacia el sufrimiento africano. Por no hablar de cómo desacraliza la vida humana, sometida a un cálculo coste-beneficio. Hay, en relación con lo sagrado de la vida humana, y con la responsabilidad solidaria y moral hacia África, una postura seriamente cuestionable y, desde luego, muy antipática.

Y hacia el perro una transposición narcisista de valores delirante. Se ejerce sobre el animal una fuerte violencia humanizadora. A ver cómo se les rebate a estos tipos que creen que en el conjunto neuronal o en la vida nerviosa de la mascota hay candidez o bondad. O algo más allá de la mansedumbre. Y a ver cómo entenderse con quienes consideran que la vida del perro vale tanto o más que la del misionero o admite situarse en una misma ecuación.

Primero fue el Toro de la Vega. Ahora Excalibur. En el animal se puede proyectar toda la dignidad de una vida humana, con la que, por otro lado, se especula, se calcula, se hacen cuentas.

 

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Esta gente, por lo demás, organizada políticamente, conforma una sensibilidad que hay que aceptar, entender y con la que hay que contar. La democracia es tolerancia y bla, bla, pero además, exige velocidad, rapidez visual, sensual, de entendederas. El liberalismo exige metabolismoas rápidos. Una pronta aceptación del otro y de sus cambios sorprendentes. Y no por tacticismo, por imprativo democrático. Sin ver al otro no se puede estar. Incluso el mejor reaccionario es el que está conflictivamente enamorado de la modernidad, casi como el viejo verde que mira fascinado y atentísimo la belleza de una juventud a la que no puede acceder.

 

 

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Reprochan a Ana Mato el haber traído el Ébola. “Ha traído el virus”. Y bueno, parece que es verdad. Grave negligencia si se confirma. El protocolo ha fallado más que en El Guateque de Peter Sellers. Pero ojo. En su traer-el-Ébola ha provocado, sin querer, que por unas horas nos pusiésemos en la piel de los africanos, misionera incluso a su pesar. A mi generación nos dieron la infancia con el niño hambriento en los telediarios. Las monjas, los curas, la Iglesia, pero también la Izquierda. Ese niño negro era, por decirlo pedantemente, la otredad. Vaya, como la sombra. Cada vez que te comías un Tigretón te acordabas del niño. Y con la slentejas, del niño. Y cuando te regalaban algo, del niño. Este Ébola entre nosotros nos ha africanizado. A estas cosas se ven expuestos. Pero ya vimos la reacción popular. La valla de Melilla no, pero ojito con traerte nada de allí. A ver con qué cara esta gente luego nos dice que alojan negros en su casa o se bajan al monte Gurugú o Burubú o como se diga a ponerle a los negros el careto de la mujer del Doctor Masters. Es una izquierda profiláctica. Pero es también la derecha. Es, cómo decirlo… la gente, nosotros. Una mezcla de urgente consumidor y de sujeto celoso y soberano en todas las proyecciones de su narcisismo.

 

 

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Vengo observando desde hace un tiempo un tipo humano. Un tipo de periodista. El columnista surfero. Oye, ni una puta ola sin subirse encima.

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