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Valencia

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Como si caminar por la calle La Paz (una de las pocas calles de España que por volúmenes, belleza o civismo aborigen merecían tal nombre en opinión de Luis Cernuda) no admitiera otra cosa,  el paseo valenciano con Ignacio Ruiz Quintano y David Gistau fue una enseñanza de humor y preocupación cívica . La observación cotidiana de la actualidad genera una visión histórica, un conocimiento inevitable de la historia española reciente. Por la actualidad, no perdamos la esperanza, se llega a la historia. O, esperemos, los árboles acaban permitiendo un bosque.

Entre los personajes, entre el retrato y el concepto, el periodista se mueve diariamente en una operación de pupila, de óptica bifocal. Por eso la mayoría tiene una mirada inconfudible, que no llega a ser aviesa, pero que se parece a la mirada de un médico que se cargara, además, de sospecha.

No se para uno, por timidez, por prisa, ante lo propio y luego se sorprende de la pastelería rococó del Palacio del Marqués de Dos Aguas. Intensa sensación de temblor, de movimiento. Un grito, una fulguración que se detienen, ¡mascletá quieta!

 

Toda la belleza está en detenerse. La belleza es apretar “pause”.

Se come arroz con cuchara porque se rasca con el dorso y se carga luego. Tras el arroz, toda la jornada queda lastrada de una pesadez digestiva. Fernández Flórez consideraba que era por causa del arroz que en el Levante se mataba tanto, que la pulsión criminal de aquí tenía origen en el recocimiento interno de esos arroces indigeribles que complicaban los humores internos del valenciano.

En el bar de Manolo el del Bombo (su bombo es suyo) no besé la Copa del Mundo, la réplica, por cierta vergüenza y, lo reconozco, por asco de pensar cuántos lo habrían hecho antes. Esa costumbre se parece un poco a la procesión para besar la imagen de la Virgen de los Desamparados, de modo que deja un regusto de sacrilegio y de tener escaso sentido del ridículo.

En el bar de Manolo, egomemorabilia, uno piensa que no ha sido él quien ha acompañado a la selección por el mundo sino al contrario. Cada vez que viaja, el bueno de Manolo, Manolo el del autobombo, piensa que ya hay un nuevo lugar que tiene la oportunidad de salir en sus fotos. Las selfies las inventaron los restauradores.

 

Manolo el del Bombo es un señor que sólo está en su bar o con la selección. Jamás se le ve en una calle de Valencia. Habita su bar y el estadio en que juegue España. ¿Dará este fútbol español tan aburrido nuevos Manolos, personajes como él?

Para Azorín, Valencia era oriente, pero no sabe uno verlo ya. Yo vi Oriente en El Corte Inglés, mi aproximación primera y definitiva se produjo allí.  

En Mestalla, un clarinete espiritaba un pasodoble. Alegría inmensa en esa música que mezcla lo popular y cierta gitanería con lo militar. Marcha alegre. El gay caminar, que eso es España.

Miradas chonis, de ojos enormes (en lo choni hay algo egipcio de agrandar los ojos que se agradece), a las que siempre acompaña la sinceridad del gesto con el labio y que por eso son doblemente expresivas.

En la redacción volví a recordar a Obdulio Jovaní, institución de ABC Valencia. Nombres así, que cogen los extremos de nuestras vidas dibujando un bucle. Bucle, imagen del mundo. O el buñuelo valenciano, figuración dulzona y filosófica (apenas un pellizco) del secreto de las cosas.

Valencia, húmeda de ese rocío que parece le sale del asfalto, definitivamente femenina un domingo por la noche, preparaba ya su belleza recogida, regional, absoluta y perfectamente previsible. Su belleza artesanal.

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