Nadie se sorprenderá si digo que es mi restaurante favorito de Madrid. En mi lista anual fue el número uno desde el principio, aunque hace dos años quedó relegado por Diverxo. La genialidad en la cocina de Dabiz Muñoz y la sensible mejoría de su sala inclinaron a su favor una balanza muy equilibrada. Pero es un sitio al que, como mucho, puedo ir un par de veces al año. Sin embargo, en Santceloni podría comer casi todos los días. Y además, me siento allí mucho más a gusto. Lo consigue el equipo que dirige Abel Valverde, uno de los grandes de España, complementado con ese espacio para la sobremesa donde fumar un buen puro (sí, lo siento, fumo puros) acompañando una copa de un viejo armagnac o de cualquier otro destilado de nivel. Como he escrito tantas veces, también cuando mucha gente no valoraba en absoluto esta casa, Santceloni es el ejemplo de restaurante perfecto, con una ejemplar integración de cocina, sala y bodega. Óscar Velasco, Abel Valverde y David Robledo han logrado la compenetración absoluta siendo cada uno de ellos un grande en sus respectivas especialidades. Ya lo saben, si me pierdo me encontrarán allí.
Por esas circunstancias del destino he tenido, en el plazo de una semana, dos comidas en Santceloni. Una, de trabajo, más formal y más reducida en cuanto a platos. Otra, con un amigo, disfrutando a fondo con el menú y con una larga sobremesa. Entre ambas, sólo tres coincidencias, lo cual demuestra el fondo que tiene la cocina de Velasco, técnicamente impecable y siempre ceñida al mejor producto de temporada. Una de esas coincidencias fue precisamente uno de los mejores platos que elabora el cocinero segoviano estos días: los guisantes del Maresme con caldo de pollo, bacón y haba tonka. Pocos chefs trabajan guisantes y habitas con la delicadeza y la elegancia con que lo hace Óscar. Por eso otro plato fantástico fueron las quisquillas con habitas tiernas (foto que encabeza el post). La excelencia de una cocina perfectamente plasmada en tan sólo dos elaboraciones.
Pero es que la royal de calabaza y perdiz con trufa negra; la caballa marinada con jalea de manzana, coliflor y caviar, o las alcachofas en sopa de jamón ibérico de nuevo con trufa negra (convertidas ya en uno de los grandes clásicos de esta casa) no desmerecían en absoluto. Por no hablar del rodaballo a la plancha, en su punto exacto, ahumado con sarmientos y con una ligera espuma de salsifí, o de una magnífica lasaña de pato con pistachos, cardamomo y suero de idiazábal, tan sabrosa como equilibrada en sus ingredientes. No hay pegas que poner a esta cocina que a la vez es clásica y moderna, académica y novedosa, confortable y para todos los públicos, y que demuestra la madurez de un cocinero que se dedica a lo suyo, a cocinar, alejado casi siempre de los focos mediáticos.
La mesa (mesas mejor, porque son dos) de quesos ya no está en el comedor. Aparece cuando llega el momento. Sigue siendo espectacular, pero se ha reducido en número. Casi mejor porque antes era apabullante. Ahora lo sigue siendo, pero abruma un poco menos. En cualquier caso cuesta elegir. Lo mejor es contarle a Abel Valverde nuestras preferencias y él hará una selección adecuada. Sean los que sean, todos están perfectamente afinados, en su punto óptimo de consumo. Que no falte el Epoisse. El resto depende de Abel.
Para refrescar la boca tras los quesos, el puré de mango, granizado de albahaca, coco y rábano raifort es un primer postre muy adecuado. La repostería a cargo de Montse Abella ha alcanzado también en estos años niveles sobresalientes en Santceloni. El borracho de calvados con nueces y trufa negra, la crema de café con mousse de chocolate cocida, o la crema de queso ahumado con granizado de ruibarbo y chicharrones caramelizados son buena muestra del excelente trabajo de Montse.
De la segunda comida, mención especial para la gamba roja flambeada con whisky y consomé de sus cabezas o el lenguado trufado, con boniato asado. No hay fotos en este caso ya que era un almuerzo de trabajo. Sin embargo, el mismo nivel y la misma atención que en la mesa de dos.
David Robledo también se supera día a día. En la primera comida, dos champanes, Lallier Rosé y Charlogne-Taillet brut Sainte Anne, un gran barbaresco piamontés Dante Rivetti 1998, un blanco gaditano de PX, Añina 2016, y un malvasía de Madeira, Henriquez y Henriquez 15 años. Y el mismo nivel, o incluso superior, en la segunda. Tres generosos: manzanilla AB en mágnum, La Bota de Palo Cortado 75 de Navazos, y amontillado viejo El Tresillo. Dos champanes, Expression 2014 y Pierre Peters Oenotheque BDB (este, aportado por el anfitrión, excepcional). Un grandioso Alain Graillot Crozes Hermitage La Guiralde 2004, y con el postre un fondillón 1964.
En Santceloni se disfruta con el espacio (el lujo también está en la amplitud y en los detalles), se disfruta con la atención de un equipo sin apenas parangón en Madrid, se disfruta con una cocina llena de sabor e impecable en los puntos, y se disfruta con una gran bodega de la que salen vinos excepcionales. ¿Se puede pedir más? Lo dicho, si me pierdo es muy probable que me encuentren allí.
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