“La excelencia en el servicio y en la cocina son los principios que nos guían”. Esta frase figura en el dorso del menú impreso que se entrega a los clientes en SANTCELONI cuando han terminado su comida. Toda una declaración de intenciones y al mismo tiempo una realidad. No hay en Madrid, pese a quien pese, un restaurante que se acerque tanto a la excelencia como este. Llevo muchos años escribiendo que para mí es el mejor de la capital. Al principio con muchas reticencias por parte de los lectores del blog. De un tiempo a esta parte, sin embargo, parece que hay una cierta unanimidad sobre el altísimo nivel de esta casa que increíblemente aún no tiene la tres estrellas Michelin que llevan mereciendo desde hace unos años por su nivel de cocina, de sala y de bodega. Comiendo ayer allí comentaba con mi compañero de mesa que no recuerdo ningún restaurante español, que no sea de propiedad familiar, que haya mantenido durante quince años el mismo equipo: cocinero, maitre y sumiller. Óscar Velasco, Abel Valverde y David Robledo han cumplido tres lustros trabajando juntos, y esa es, sin duda, una de las causas del éxito. Un equipo perfectamente compenetrado que logra que todo funcione a la perfección. No estaba ayer Abel, en un viaje relámpago a Bruselas requerido por NH, y sin embargo todo funcionó como siempre en esa casa, como un reloj. David Robledo asume en esos casos la dirección de la sala y nada rechina. El lujo de ese servicio impecable, con camareros pendientes de todos los detalles pero sin agobiar en ningún momento al cliente, sin que apenas se note su presencia pero sin que falte nunca nada. Por cierto, David es el flamante premio nacional de gastronomía al mejor sumiller. Si en la elección del mejor cocinero (cocinera) de este año la Academia ha patinado de forma lamentable, en esta del sumiller, aunque con algo de retraso, ha hecho justicia.
Santceloni mantiene la carta y los menús. Uno fijo, por 150 euros. Otro, el “Gran Menú”, seleccionado a diario por el chef, a 180. Con vinos hay que añadir 70 o 120 euros más, según el nivel que se prefiera, pero vale sobradamente la pena ponerse en manos de Robledo, que maneja una excelente bodega y que es capaz siempre de sorprender con algunas de las joyitas que allí guarda.
En el menú que nos preparó Velasco vi una nueva vuelta de tuerca hacia esa excelencia de la que les hablaba al principio. Tuerca que cada vez tiene menos facilidad para girar porque el listón está muy alto. Me preguntaban ayer en Twitter que si se nota mucho la mano de Santi Santamaría. Se nota, claro, porque Óscar fue un discípulo destacado del barcelonés. La perfección técnica, la pasión por el producto de temporada, la búsqueda del sabor, son elementos que Velasco aprendió en Can Fabes. Pero desde hace mucho tiempo el segoviano vuela solo, con una línea propia en la que conjuga una moderada creatividad con un impecable clasicismo. La combinación perfecta para un restaurante de alta cocina.
Tras los habituales snacks que acompañaban a las primeras copas de esa excelente manzanilla en rama que es Sacristía AB, llegaron dos aperitivos. Un tomate deshidratado con habitas frescas, y una gamba blanca con guisantes lágrima (de la Huerta de Carabaña), apio, eucalipto y manzana. Dos bocados que marcan ya el nivel del menú. Como primer plato dos trozos de lomo de caballa ahumada, con una textura espectacular. Decía mi compañero de mesa que le recordaba a la de un foie por cómo se deshacía en la boca. Con un acompañamiento mínimo de jalea de manzana, puré de limón y daditos de remolacha. Y de la caballa a un plato histórico que no falla: los ravioli de ricotta ahumada con caviar por encima. Clasicismo de alta escuela.
Un guiño oriental en la ensalada de cigala de Marín. El cuerpo del crustáceo presentado sobre una hoja de lechuga viva y con un suave aliño oriental. Pensado para comer con la mano, como si fuera un nem asiático. Y a continuación la elegancia de un salteado de calamar sobre pisto, con un toque ligero de curry y la compañía de unas alcachofas. En lugar de sal, polvo de jamón ibérico. El calamar en trozos mínimos. Una combinación compleja pero perfectamente equilibrada en sus ingredientes.
Como pescado, besugo. Impecable de punto. Reforzado con mini calabacines en dos texturas (plancha unos, casi crudos otros), y un jugo de pato y cítricos muy sutil. Le sobraba un tomate picado que despistaba más que aportaba. El punto canalla llega con la estupenda oreja de cerdo ibérico, entera, bien crujiente, sobre una salsa barbacoa y rodeada por garbanzos fritos. La casquería popular llevada a la alta cocina. Y más casquería, aunque esta clásica, en la molleja de ternera con ajo negra y una potente salsa reducida al máximo.
Tres grandes platos que dieron paso a uno de los momentos cumbre de cualquier comida en Santceloni. La mesa de quesos. Mejor dicho, las mesas, porque los azules ya no cabían en la principal y ahora tienen espacio propio. Ya se ha dicho todo de esta selección inigualable, tanto por variedad de quesos, como por su punto de afinado, como por la búsqueda continua de pequeños elaboradores para sorprender siempre al comensal. Imposible comerlos todos. Entre los que probamos, un epoisses maravilloso, el azul que hacen especialmente para el restaurante en Cantagrullas, o el cabrales El Teyedu.
Y luego, los postres. Para refrescar la boca tras los quesos, un granizado de zanahoria con lima, eneldo, avena y jengibre. Después, un gajo de pera (de nuevo las texturas sorprendentes) con regaliz, leche ahumada y pimienta rosa. Ligero y magnífico. Como remate, una crema de café con la mousse de chocolate cocida. Alta repostería para completar un menú sobresaliente.
El café, con los bocaditos dulces, en la sala habilitada para fumadores, en una prolongada sobremesa con Óscar Velasco, disfrutando también de un puro elegido de la completísima cava que ha reunido Abel Valverde y que guarda algunas piezas únicas.
Y los vinos. Gran selección de David Robledo, que empezó con la citada manzanilla Sacristía AB, y siguió con un riesling alsaciano, Clos Saint Theobald 2005. Como tinto, un cabernet sauvignon del Rousillon francés: Marius 2004. De esas joyitas casi desconocidas que se ocultan en Francia. Un amontillado para la molleja, el Tresillo Viejo Solera 1874. Un madeira para los quesos: Henriques&Henriques 15 años, de uva sercial. Y para los postres un sauternes Chateau Suduirat 2005, y un sorprendente moscatel de Tarragona, De Muller Solera 1926.
Como he escrito tantas veces, las comparaciones son odiosas, pero no hay muchos tres estrellas, en España y fuera de ella, con este nivel de cocina, de sala y de bodega. Y no busquen a Santceloni entre los 50 o los 100 mejores del mundo en esa lista de pega. No hace falta. Y no digo más.
P. D. Recuerden que estamos en Twitter: @salsadechiles
Restaurantes Españoles