¿Para ser un gran cocinero es necesario ser mediático? Es evidente que no. Y si alguien tiene alguna duda que se fije en Óscar Velasco. Un gran chef, poseedor de una técnica impecable, de una enorme sensibilidad, y que sin embargo siempre permanece en un segundo plano, discreto, modesto. Cuántos de sus colegas quisieran ostentar en la puerta de su restaurante dos estrellas Michelin. Y cuántos que ya las ostentan se mueven por el mundo como si fueran los inventores de la cocina. No es el caso de Óscar, hombre tímido, retraído, al que le cuesta abandonar su hábitat natural junto a los fogones y que por eso se deja ver poco en la sala, y menos aún en los medios de comunicación. Como si Santceloni, el restaurante del hotel Hesperia en el que ejerce su magisterio, no fuera el mejor de Madrid. Velasco se expresa con sus platos, y es ahí donde demuestra que estamos ante un número uno. No de boquilla. De verdad.
Este segoviano con cara de niño que nunca ha roto un plato, pasó siendo muy joven por restaurantes como Zalacaín, en Madrid, o Martín Berasategui, en Lasarte, pero donde encontró su sitio en este complicado mundo fue en el Racó de Can Fabes junto al añorado Santi Santamaría. Allí aprendió rápido del maestro de Sant Celoni, de su técnica impecable, del acertado empleo del mejor producto de temporada. En aquellos años, Santamaría formó un equipo de jóvenes brillantes que luego se repartirían por España y por el mundo en todos los restaurantes que Santi llegó a asesorar y que le permitieron reunir hasta siete estrellas Michelin a la vez. Unos fueron a Singapur, otros a Dubai, alguno al EVO de Hospitalet, y algún otro a Tierra, en Oropesa (Toledo). Pero la mejor plaza, la de mayor importancia, se la reservó a su discípulo preferido, a Óscar Velasco. Nada menos que Madrid, el lujoso restaurante Santceloni del hotel Hesperia, en el paseo de la Castellana. Y así llegó, hace ahora catorce años, un jovencísimo Óscar a la capital. Y le demostró a su mentor que no se había equivocado con él. Que era la persona adecuada para hacer del nuevo establecimiento una de las referencias madrileñas. Y ahí sigue, manteniéndose por méritos propios entre los grandes de la cocina capitalina.
Al principio, los platos de Velasco eran una réplica fiel y absoluta de los de Santamaría en Can Fabes. Pero poco a poco fue marcando una línea propia. Santi siempre le dio una gran libertad para hacer su trabajo, y el segoviano supo aprovecharla. Algo que ahora, desaparecido su mentor, agradece especialmente. Hay quienes le acusan de que su cocina carece de emoción. ¿Qué es la emoción? ¿No la estaremos confundiendo con la sorpresa? ¿No será que mezclamos ambos términos y que asimilamos emoción a novedad? Y en cualquier caso, por qué tiene que emocionar siempre la cocina. Por qué no es suficiente que los platos sean técnicamente impecables, bien pensados y sobre la base de un producto de temporada excelente que se busca en los más recónditos rincones. Eso es lo que ocurre con los grandes restaurantes de París o de Londres, y nadie los cuestiona. Con los platos de Velasco a lo mejor no llega la emoción pero se disfrutan al máximo. Sabores del campo y del mar incorporados a la alta cocina, puntos de cocción impecables, sutileza en las elaboraciones. Equilibrio perfecto entre tradición y modernidad. El producto más sencillo llevado a la máxima expresión. Y a la vez, saber trabajar las materias primas más exclusivas. Pocos cocineros preparan en Madrid la caza con la habilidad de este segoviano.
Aún así, el éxito de Óscar Velasco, de su cocina, no se entendería sin el resto del equipo de Santceloni, profesionales jóvenes, formados en su mayor parte en Can Fabes, y que llegaron con él a Madrid en 2001 para poner en marcha este restaurante. Empezando por Abel Valverde, un fenomenal director de sala, que hace que todo funcione siempre como un reloj. La mejor sala es aquella que pasa inadvertida para el comensal, en la que todo se desarrolla con naturalidad y en la que no se echa nada en falta. Y eso lo consigue cada día Valverde. Con ellos, un sumiller de lujo como es David Robledo. Los tres, Óscar, Abel, David, han hecho en estos catorce años de Santceloni el mejor restaurante de la capital de España. El mejor, digo, entendido en su conjunto: cocina, sala y bodega. Porque un restaurante no es sólo lo que los clientes comen. Son atenciones, detalles, comodidad. Y eso, en este dos estrellas del paseo de la Castellana, se cubre con creces.
El artículo que les acabo de copiar (cambiadas solo las fechas) lo escribí para el diario El Comercio de Gijón hace tres años con motivo del premio que ese periódico le concedió a Óscar Velasco, su Caldereta de Don Calixto. Lo estaba releyendo y veo que tiene perfecta validez. Por eso me permito reproducirlo hoy. En esta entrada iba a contarles la magnífica comida que hice en Santceloni hace unos días. La verdad es que no tiene mucho mérito decirlo ahora cuando todo el mundo ha “descubierto” por fin que es un enorme restaurante. Para mí, desde hace más de diez años, el mejor de Madrid. Y así lo he defendido siempre contra viento y marea. En la presentación de la Guía Michelin en Santiago de Compostela, un alto cargo de la empresa de neumáticos me aseguraba que aunque no había ningún nuevo tres estrellas, un restaurante español se había quedado a unas décimas de lograrlo. Estoy seguro de que era Santceloni. Como estoy seguro de que el año próximo ya llega esa tercera estrella.
Del menú que Óscar me preparó la semana pasada, poco que decir que no sepan. No les canso con la descripción de los platos, que ya hay muchos que escriben sobre ellos, pero les dejo repartidas por el post algunas de sus imágenes, que hablan por sí solas. Todo a gran nivel: el salmonete con huevos estrellados y migas; los fideos de calamar con berenjena asada y curry; el lomo de corzo marinado en ensalada; la cigala en hoja de lechuga con aromas de Oriente; las setas de otoño con ajo negro, sal de jamón y eucalipto; la lubina con tomate confitado, avellana y sésamo; el granizado de zanahorias, lima y jengibre; la piña al vino de oporto con café y whisky… Y por encima de todos ellos, rozando la excelencia, esa caballa marinada y flambeada con caviar y la menestra de verduras de otoño con trufa blanca. Y esos platos de caza en los que Velasco es maestro: la cerceta con acelga roja, remolacha y aceituna, y la liebre a la royal con puré de boniato.
De las mesas de quesos que maneja Abel Valverde tampoco hay mucho que añadir, el espectáculo. Y de la bodega de David Robledo, tampoco. Acertó con sus tres recomendaciones: un Chateauneuf du Pape 2007 blanco (garnacha blanca y roussane); un tinto italiano Arnaldo Capri 1999 (Sagrantino di Montefalco); y un madeira de la variedad bual, con 10 años, de Henriques and Henriques. Les aseguro que no hay apenas restaurantes en España donde me hagan disfrutar tanto.
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