No les voy a ocultar que tengo una especial debilidad por los hermanos Torres. He seguido de cerca su trayectoria, no sólo en los seis años que llevan en DOS CIELOS, en la planta 24 del hotel Meliá Sky. También antes, porque a Sergio ya le conocí cuando estaba en El Rodat, en Jávea, y a Javier como jefe de cocina del Can Fabes de Santi Santamaría. Este año tocaba cena. Se pierden por la noche las fantásticas vistas de Barcelona que sí se tienen al mediodía a través de los ventanales del comedor. También la posibilidad de tomar un aperitivo en la terraza que hay en la entrada del restaurante. Pero la cena también tiene su encanto.
Como es habitual, opté por el menú degustación (110 euros). Trece platos, incluido un prepostre y tres postres, que en mi caso se prolonga a catorce ya que pido probar el carro de quesos. Me gusta ese detalle ya habitual de entregarle a los clientes una carpetita con un lápiz para tomar notas si lo desean, y sobre todo ese sobre con fichas explicativas de cada plato, con algunos de sus ingredientes y la reflexión de la que surgen. Aclaran mucho y ahorran las explicaciones, tantas veces cansinas, de los camareros.
Se complementan bien los dos hermanos. A partir de trayectorias distintas han acabado formando un equipo sólido. Ambos juegan con su formación técnica y con su afición por presentaciones muy visuales. Cocina académica, refinada, actual, que saca tanto partido de los productos más exclusivos como de los más modestos, entrelazándolos con acierto en el menú. Dicho lo cual tengo que hacerles a Sergio y Javier un reproche. Tengo la sensación de que hay en su cocina un cierto estancamiento, un dormirse en los laureles que limita la capacidad que sin duda tienen de seguir dando pasos adelante. Todo lo que comí la otra noche estaba rico, en algunos casos muy rico, pero no encontré nada especial, nada diferente a lo que probé el año pasado o el anterior. De un restaurante con tantas aspiraciones hay que esperar algo más, sobre todo cuando el cocinero (los cocineros en este caso) tiene los mimbres suficientes para hacerlo.
Abre el menú, a modo de tapa, una tavella, un tipo de alubia fresca de gran tamaño que se sirve fría en un caldo fermentado de sus pieles. También a modo de tapa, yemas de erizos del Mediterráneo (los primeros de la temporada) con pan de algas, sobre un consomé de galeras frío, con placton y tinta de calamar, que ofrece intensos toques cítricos. Muy bueno.
Sigue el carabinero de Huelva, hecho ligeramente a la plancha, sobre una crema de aguacate y ají amarillo, encurtidos y pimienta jambú del Amazonas que respeta por completo la carne del crustáceo. Una sorpresa ver en el siguiente plato los primeros guisantes invernales del Maresme. Se los suministra una payesa. Al dente, estallan en la boca, llenos de sabor vegetal. Debajo una ligera crema de jamón ibérico. Sigue un intenso ravioli de mandioca relleno de buey de mar (macho, me dicen que es más sabroso) en un caldo con aceite brasileño de dendé.
El ou de reig, o como la conocemos nosotros, amanita cesárea, en una preparación poco habitual para esta seta. Piezas pequeñas, enteras, guisadas en un caldo de cocido, tendones de ternera y almendras tiernas. Diferentes. A mí me gustaron, aunque tal vez provoquen un cierto rechazo en los puristas de las amanitas.
Luego el “cáliz”, que ya probé el año pasado. Una oblea que tapa un recipiente que contiene ajo negro de las Pedroñeras fermentado, con trufa blanca. Toques de regaliz en la boca. Y “La madre y el hijo”, que es como llaman los Torres a un plato que combina esturión y caviar beluga imperial. El esturión en una salsa clásica de mantequilla y vino blanco.
Trabajan muy bien la caza los gemelos. Como trabajan los arroces, aunque en el menú no suelen aparecer, sí en la carta. Pude probar algunos dos días más tarde al presentar la ponencia que abrió el Fórum de Gerona, en la que elaboraron cuatro diferentes, con variedades distintas de arroz e ingredientes también variados. Muy buenos los cuatro: uno de setas de temporada; otro marino de espardeñas y cañaíllas; otro de bacalao, ligado con sus callos y su piel; y un cuarto, potentísimo, de pichón, con sus menudillos y ligado con su sangre. Volviendo al menú, y a la caza, tal vez el mejor plato fue la nueva versión de la liebre. Sale a relucir la gran técnica y la formación académica de los dos hermanos. Guisada en una especie de royal que llega a recordar a un mole mexicano, sabrosa e intensa, compleja. Acompañada con una galleta de remolacha.
Ha crecido en tamaño y en calidad el carro de quesos. No excesivo, pero sí bien seleccionado y con puntos de afinación muy precisos. A modo de prepostre, los vahos de eucalipto, que refrescan y limpian. Dan paso a un postre cítrico de mandarina clementina, en distintas texturas, con unas palomitas de yogur y albahaca. Un segundo postre es el chocolate con leche en varias presentaciones, flan de azafrán y unos toques de caramelo. Y para rematar, “El Cielo”, que combina frambuesa y jengibre. Tres platos agradables que rematan un menú muy satisfactorio, con producto, técnica y sabor.
Muy buen trabajo del sumiller, Koldo Rubio, con una acertada selección de vinos por copas que incluyó un Ferrer Bobet viñas viejas 2012 (cariñena y garnacha del Priorato); un borgoña 1er cru Champs-Pimont 2011, de Jacques Prieur; un Barolo 2011 de Ceretto, o un riesling Maximin Grünhauser Abtsberg 2009
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