Habían pasado quince meses desde mi anterior visita. Tiempo suficiente para que Pepe Solla haya dado nuevos pasos hacia adelante en esa cocina atlántica que hoy por hoy es la mejor de cuantas se encuentran en Galicia. SOLLA es un gran restaurante. Y Pepe un cocinero maduro, en su mejor momento de forma, dotado de una gran técnica y de una enorme capacidad para plasmar en sus platos lo mejor de su tierra y para hacer disfrutar al comensal. Está muy alto el listón en esta casa de Poio que merece desde hace tiempo una segunda estrella Michelin. He escrito alguna vez que la de Solla es la cocina de la Galicia que viaja. En cada una de sus elaboraciones está profundamente reflejada la Galicia del mar y de la tierra, sus productos, sus raíces. Pero al tiempo, el cocinero se abre a otros productos y a otras culturas, fruto de sus experiencias recorriendo todos los continentes. Y siempre con el sabor como protagonista. Intensidad que no significa pesadez. Tras un menú de veinte pasos el comensal se levanta bien de la mesa. Así debería ser habitualmente.
Añadan a una comida muy satisfactoria el acogedor comedor de Solla, con una separación entre mesas verdaderamente notable por lo poco habitual, y un servicio de sala profesional, agradable y próximo, reforzado por el propio Pepe Solla, que sale a la sala continuamente a explicar platos o a conversar con los comensales. Una asignatura pendiente hasta hace poco era la figura del sumiller. Asignatura aprobada ahora con nota alta tras la incorporación de José Martínez, un profesional de esos que saben pero no abruman, que aconsejan pero no imponen, capaz de hacer propuestas atrevidas y salir muy airoso de ellas. Cuando estuve hace quince meses acababa de aterrizar. Ahora, plenamente consolidado, ha elaborado una bodega muy importante, probablemente la mejor de Galicia. Bodega abierta al mundo como la cocina de Pepe, pero en la que lógicamente predominan los vinos gallegos, y sobre todo los nuevos blancos, tan próximos, tan adecuados para la cocina de Solla.
Actualmente en Solla hay una breve carta, en la que no faltan algunos mariscos del día, y dos menús. El degustación convencional (79 euros) y un “gran menú Solla” con veinte pasos a ciegas (108 euros) y en el que el cliente debe dejarse llevar. Ambos están muy ceñidos a la temporada. Me alegra, porque ahora en primavera puedo descubrir la riqueza de la huerta gallega, tan poco conocida (“la gran tapada”, me dice Pepe) y que tiene amplia presencia en los platos que pude probar la otra noche.
Los snacks no han cambiado en el último año. Tres trampantojos: un cacahuete que no lo es, una aceituna que en realidad es queso, y el falso taco de nabo y pescado. No decepciona ninguno de los tres, especialmente el taco, pero tal vez podrían haberse cambiado en un periodo de tiempo tan largo. Tras ellos, buen pan casero con mantequilla de vaca gallega.
De esa huerta local de la que les hablaba surge la ensalada licuada. Fresca y agradable. Un licuado de vainas, espinacas y lechuga con trocitos de otras verduras y diversas hierbas. Plato vegetal pero de intenso sabor. Guiño a la tradición con el “makipan” con grelos. Una pequeña base de pan con los grelos encima y sobre ellos el lacón. Está rico. Me gusta mucho más el jurel marinado. Dos pequeños trozos, cada uno de los cuales está coronado con huevas de erizo. Al lado, dados de boniato y un toque de gazpacho verde picante. Gran plato.
Nunca falta en los menús de Solla la cigala. La versión de este año presenta separada la cola, hecha a la llama, puro producto, y acompañada con unas hojas de espinaca tierna y mayonesa de wasabi y rábano negro que aporta el toque oriental. La cabeza, aparte, para comer (y chupar) con la mano. Estupenda también la centolla, un poco de su carne ya limpia, sobre una sopa de patata asada y velo de agua de mar. En la sopa, de nuevo, erizo y wasabi, en formas de pequeños puntitos que refuerzan el sabor.
Solla está experimentando con las huevas de pulpo. Me cuenta que no ha encontrado en Galicia referencia alguna a su uso en la cocina. Sí lo hay en otras zonas de España, especialmente del Levante y de Andalucía oriental. Pepe las cura previamente y luego las asa. Una especie de canelón natural de textura increíble. Las presenta sobre una sopa de tinta de choco con cebollitas. Me sobra esta tinta. Las huevas tienen personalidad propia.
Un mar y montaña. Pata de vaca con navajas troceadas y crema de puerros. Perfecta integración de sabores y texturas. Le sigue un ravioli de perdiz con jugo de su cocción, acedera y cítricos. La perdiz está escabechada. Lástima que un exceso de potencia del escabeche haga que el plato no esté todo lo redondo que debiera. Solla juega sobre seguro con el huevo con setas y trufa. Está bueno, pero me sobra en este menú en el que hay tanto riesgo. La merluza, otro producto habitual en esta casa, llega este año con guisantes frescos, pequeños ñoquis de queso y un jugo de verduras asadas. El pescado, impecable, se refuerza con este acompañamiento vegetal. Un segundo pescado, la dorada, servida con mayonesa de café, espárragos blancos asados y un toque de romesco. De nuevo perfecto el punto del pescado, bien arropado por los elementos que van en el plato.
Una pechuga de pollo de corral marinada dos días y un trozo de bogavante gallego protagonizan un nuevo mar y montaña que está francamente bueno. La base es un ajoblanco de anacardo que lleva también algo de mole poblano (la influencia mexicana en Solla es evidente) y se adorna con espárragos trigueros. Terminamos la parte salada con un plato que ya se ha convertido en un fijo en el menú. La filloa-fajita de raxo adobado y ahumado. Me gustó mucho la primera vez que la probé y me sigue encantando. Aun que ya les he hablado de ella, se la recuerdo: una filloa tradicional, presentada sobre una piedra plana para recordar que así se hacían tradicionalmente. Encima, en un vistoso juego de colores, pequeños aderezos: crema de chiles, de aguacate… Y al lado, una parrillita con raxo, lomo de cerdo picado en taquitos, otro ingrediente que está en las raíces gallegas. El raxo se pone sobre la filloa y esta se dobla a modo de taco mexicano para comer con la mano. La filloa como tortilla, mucho más delicada. Galicia pura con visión americana.
Un pequeño surtido de quesos bien afinados, entre los que hay varios gallegos pero también stilton o cabrales, da paso a los postres. Primero la gominola de frambuesa y la latita con caviar de sandía. Luego, una hoja de capuchina con aguacate, helado de yogur de cabra y un punto cítrico. La idea es envolverlo todo de nuevo como una filloa y comerlo con la mano. No me convence. La hoja, muy pesada, anula el resto de sabores. Refrescante el siguiente, a base de zanahoria, mandarina y jengibre. Y unas tierras de chocolate para terminar con un regusto dulce. Queda aún el lienzo que Pepe Solla pinta en la mesa y sobre el que coloca algunos petit fours que acompañan al café.
Muy buenas sensaciones a pesar de alguna que otra pega, nada extraño entre tantos pasos. Hay mucha cocina en Poio. Y mucho talento. Eso es lo importante.
Capítulo aparte para los vinos que me fue sirviendo José Martínez. La última vez fueron todos gallegos. En esta, un poco de todo. Un reflejo del poderío de la bodega. A la altura del menú. Se los enumero: Manzanilla pasada Blanquito, de Callejuela; Eulogio Pomares Crianza Oxidativa 2011; champán Fidele Vouette&Sorbée 2011; Alexander Jules, Fino 4/65, Jerez; Gravner Ribolla Anfora 2004, Venezia Giulia; Neudorf Chardonnay 2014, Nueva Zelanda; As Sortes 2010; Viña Gravonia 1993; Moric Blaufrankisch Reserve 2013, Burgenland; Oloroso Cruz Vieja en rama; La Palma, Malvasía dulce 2012, y Marsala de Marco de Bartoli 1987.
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