¿Qué les puedo decir de EL CELLER DE CAN ROCA que no les haya dicho ya? Si las cuentas no me fallan, llevo catorce temporadas comiendo al menos una vez al año en esa casa mágica. He asistido a la evolución del restaurante desde aquel comedor anexo al bar de los padres en el barrio de Taialá, al trabajo para conseguir una tercera estrella que parecía que nunca llegaba, a las celebraciones por ser nombrados como los números uno del mundo, a la apertura del actual espacio en el que cocina, bodega y sala se reparten el protagonismo buscando la mayor satisfacción del cliente. He disfrutado siempre mucho en esa casa y espero seguir haciéndolo en lo venidero. En los últimos años, mi viaje anual a Gerona ha sido en diciembre, pocos días antes de la Navidad. Por un doble motivo. Para mí supone prácticamente el remate de la temporada. Y qué mejor sitio para hacerlo que en el que considero que es el mejor restaurante de cuantos conozco. Y además, pocos cocineros trabajan la caza al nivel que lo hace Joan Roca por lo que estas son las mejores fechas para disfrutarla en El Celler. En esta ocasión, como broche de un brillantísimo menú, han sido cuatro platos: sopa de faisán, pato azulón, liebre y becada. Una maravilla.
En el menú actual (205 euros, 180 en su versión más breve) Joan Roca apuesta de forma decidida por los fondos académicos. Hay una intensificación de la cocina clásica desde una perspectiva actual. Sabor y elegancia en los platos. Y una influencia notable, como viene ocurriendo desde hace tres temporadas, del tour veraniego, que este año ha sido por España, lo que les ha permitido acercarse a muchos productos que ahora están presentes en el menú. Sin que ello suponga renunciar a la visión de su entorno, al aprovechamiento de lo que les rodea.
Joan demuestra en cada plato su enorme técnica, su conocimiento, su inteligencia, su capacidad para lograr la armonía. Cocina que pese a la longitud del menú no agobia, que anima a seguir comiendo porque además de sabrosa es ligera, porque todos los ingredientes tienen un sentido en el conjunto, porque cada cosa sabe a lo que tiene que saber. Platos que no buscan la provocación por la provocación y que además se entienden por sí solos, no necesitan de prolijas explicaciones, ni de libro de instrucciones. Y todo en perfecta sintonía con un equipo de sala que es ejemplo de amabilidad, de eficacia y de discreción. Y con una bodega espectacular de la que salen verdaderas joyas enológicas recolectadas con mimo y paciencia por Pitu Roca para ofrecérselas al comensal en una invitación al disfrute total, sin límites.
Comerse el mundo sigue siendo la forma de empezar el menú. Ahora con un globo terráqueo más sofisticado en el que aparecen en mínimas porciones un buñuelo de chilicrab que representa a Tailandia (el mejor de todos), una causa limeña, un margarita de mezcal (mezcal que hacen ellos mismos, como me cuenta orgulloso Pitu), y un guiso de cordero a la turca. Tampoco es nuevo en su presentación (lleva ya varias temporadas), aunque sí en sus elementos comestibles, el bar presentado en un desplegable de papel con imágenes de unos Roca niños. Redondos los cinco pequeños bocados que presenta, y que surgen de la memoria de los hermanos: cóctel andaluz de manzanilla y mandarina, manzana con civet de pichón, sesos de cordero al comino, patata brava y canelón tradicional.
Dos bloques de mini aperitivos que juegan con los recuerdos y con las experiencias más recientes y que dan paso a tres platitos marinos. El coral de cigala con artemisa, aceite de vainilla y mantequilla tostada está muy bueno, pero le superan un intenso bocado de centolla con su coral (qué calidad de centolla) y el tartar de quisquilla de Huelva, una delicadeza. Tras ellos llega al centro de la mesa un clásico, el olivo. Este año cuelgan de sus ramas una aceituna verde (que es un helado) y otra negra, esta última, crujiente, la mejor.
Aún un par de aperitivos más antes de pasar a la parte “seria” del menú. Otras dos delicias. Me quedo con el brioche de riñones al Jerez, un espectáculo de sabor. Podría estar comiendo y comiendo estos bollitos con todo el sabor del guiso que contienen y con la delicadeza de un brioche de masa etérea. El otro es un guiso de caracoles y cañaíllas que está bueno, pero queda un tanto eclipsado por el anterior. Joan se divierte aquí presentando el cuerpo de un caracol que tiene, a modo de concha, un riñón de conejo. Al lado, huevas de caracol.
A partir de aquí el camarero ya sirve el pan, lo que hace suponer que empezamos con lo más formal del menú. Aunque podríamos repetir de nuevo todo lo anterior. No me importaría. Compleja y agradable la concha de ostra liofilizada, una combinación de tartar de ostra, melva, nuez tierna, manzana verde mayonesa de té y polvo de bergamota. Y muy interesante el concepto de la yema de huevo curada y ahumada, que se presenta como si fuera un queso Tête de Moine, y que se ralla sobre un guiso de rebozuelos, botarga, orejones y boniato. El fondo, un demi-glace de boniato.
Sólo hay un pequeño bajón en todo el menú. Las angulas con anguila y kimchi, en un conjunto excesivamente terroso y algo insípido. Todo lo contrario que la caballa al vapor de amontillado. Se vierte el vino sobre el fondo caliente del recipiente y el pescado absorbe sus aromas. Al lado un caldo de sardina a la brasa con levadura y una gota de amontillado. Llevan ya tiempo los Roca con este juego de vapores de vino y pescado que funciona de maravilla.
No suele faltar en el menú de Can Roca la gamba de Palamós. La de este año supera a las anteriores, con las patas crujientes, una salsa de anémonas y en el fondo del plato una velouté del jugo de su cabeza. Maravillosa. Más mar con los ravioli de piel de lenguado, uno blanco y otro negro (en función de la zona de la piel de la que proceden), rellenos de tupinambo. Otro trabajo muy interesante. Lleva también un trozo del mismo pescado presentado con sus espinas como si fuera un costillar sobre una meuniere. Y se completa con algo de trufa negra. Aquí el fondo, tan potente, está por encima del lenguado.
Un nuevo guiño del cocinero al comensal en el plato de calamar, coco y curry verde. El coco, moldeado con forma de calamar, se rellena con el genuino y el curry verde. Sabores orientales en una original presentación. Seguimos con dos mar y montaña de mucha categoría. El primero es langosta con su coral y cresta de gallo frita (muy bueno el fondo). El otro es una combinación magnífica, uno de los platos más destacados entre tanto sobresaliente. Espuma de tuétano de ternera rubia gallega con erizos de mar a la brasa y pak choi para aligerar. Espectáculo de sabores.
Una buena y sustanciosa blanqueta de cochinillo ibérico con col confiada, kale, morro, oreja y la correspondiente “pilota” da paso a su majestad la caza. Como les decía al principio de este post, pocos cocineros la trabajan como Joan. Ya la sopa de faisán con aceitunas de Aragón rellenas de su parfait marca el camino. Con toda la intensidad de los mejores platos otoñales. Luego la amable camarera nos presenta, entero, un pato azulón (un “coll verd”) que llegará a la mesa ya trinchado, con un fondo de sus carcasas excelente, arroz de Pals y salicornia del Ampurdán. El listón está muy alto, pero sube aún más con la excepcional liebre con mole y chocolate. La liebre en tres elaboraciones (civet, rablé y royal), sobre un fondo de mole intenso y equilibrado. En el plato, además, ajo asado, avellanas y habas de cacao.
Podría parecer que ya no va más. Pero va. Porque la becada es otro lujo. Ya saben que soy becadoadicto. Y desde luego las que hace Joan, junto a las de Zuberoa, son mis favoritas. Este año, cabeza y pechuga sobre un brioche bañado en su propia salsa (bien intensa) y relleno de sus higadillos con sutiles toques de eucalipto y genciana. Gloria bendita.
Y quedan los postres. El territorio de Jordi Roca. Un mundo de dulces locuras que se abre con un sorprendente plátano a la carbonara de vainilla. Con un punto picante y trufa rallada es una combinación que por extraña acaba enganchando. Más convencional, dentro de lo que cabe, el homenaje al pinar, con helado de miel de pino, piñones, romero, orégano y tomillo. Sabores concentrados de campo. Y terminamos con la última línea de trabajo del menor de los hermanos: el libro viejo. Al lado del plato un auténtico libro viejo, en nuestro caso una antigua edición francesa de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En el plato un milhojas de galletas de mantequilla, algunas de ellas impresas como las hojas de un libro, y crema de té. Sobre ellas se vierten unas gotas de una esencia de libro viejo. La verdad es que al olerla recuerda a las librerías antiguas, o a esas bibliotecas cerradas. Un trabajo sin duda original, divertido, como ya ocurrió con los perfumes, pero que gastronómicamente no aporta mucho.
De los vinos, me remito al listado de lo que bebimos. Ojo, fue un poco de cada uno. Perfectamente seleccionados para cada plato del menú. Vinos de diez todos ellos, pero que cuando te los explica personalmente Pitu Roca cobran otra dimensión. Como en otra dimensión se mueve todo El Celler en su conjunto. Mi número uno.
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