Llevaban años rondándola. Y por fin ha llegado. Desde hace algo menos de un mes COQUE ostenta en su puerta la segunda estrella Michelin. Los lectores habituales del blog recordarán que aposté con fuerza por ella en los últimos años. La guía roja es lenta, pero acaba cumpliendo. Y con la familia Sandoval ha cumplido. Más que merecido este segundo macarron para un restaurante que tras un tiempo de indefinición ha ido progresando año tras año, luchando contra los elementos, hasta convertirse en uno de los tops de Madrid. Creo sinceramente que salvo Santceloni y Diverxo no hay ningún sitio mejor en la Comunidad madrileña. En cocina, en instalaciones, en servicio de sala y en bodega juega Coque en primera división. Mario, Rafael y Diego Sandoval forman uno de esos equipos familiares que se complementan a la perfección y que tienen las ideas muy claras. Todos cerraron filas en torno a Mario y este ha respondido con creces a la confianza que depositó en él su familia.
Como ya les he contado en otras ocasiones, la trayectoria de Mario Sandoval es la de un buen cocinero al que le llegaron demasiado pronto los éxitos. Fue el chef español que consiguió más joven la estrella Michelin y se convirtió prematuramente en un cocinero mediático. Atendió a cantos de sirena que le lanzaron a proyectos poco meditados, como aquella Cocina del Infierno en televisión o la presencia en el Bocuse d’Or en Lyon a donde llegó convencido por quienes le rodeaban de que era el favorito y de donde salió con las orejas gachas clasificado en uno de los últimos lugares. Pero de todo se aprende, y Mario decidió replantear su trabajo. Desde ese momento, su peculiar forma de ver la cocina ha ido adquiriendo mucho peso a través de una línea propia que le ha llevado a revisar y actualizar el recetario tradicional madrileño, especialmente el de la zona de Humanes, famosa desde siempre por sus excelentes huertas que abastecían a la capital. Los Sandoval cultivan ahora una gran huerta que les permite proveerse de muchos productos. Y mantienen los hornos de leña que fueron santo y seña de la casa desde su fundación. Cocina de terruño, de la memoria, en la que no se renuncia a la sorpresa ni a la creatividad. Vanguardia sin renunciar al espíritu de siempre.
Desde hace unos años, el cliente recibe en Coque un cúmulo de sensaciones. Primero el aperitivo en la espectacular bodega que cuida con mimo Rafael Sandoval, en la que se van los ojos detrás de muchos vinos. Luego el paso por la cocina, donde Mario da la bienvenida con otros aperitivos y muestra orgulloso esos hornos en los que trabaja con diferentes maderas, sobre todo el principal, donde se asan lentamente esos cochinillos que no tienen rival en España. Más tarde el menú en el remozado comedor, para pasar finalmente a la salita de la planta baja, donde se sirven los postres, los cafés y las copas (me sobran en esa salita las grandes pantallas con imágenes psicodélicas, un tanto mareantes).
En Coque se mantienen como única alternativa los dos menús degustación cuya única diferencia está en su longitud. El más corto “Max Madera” (100 euros, 150 con vinos) y el más largo “Arqueología (140, 200 con vinos). Son los mismos precios que había hace un año. Las dos estrellas no han influido, al menos de momento. El largo tiene catorce pasos, más los siete aperitivos que se ofrecen entre la bodega y la cocina.
Hay en el menú de este año una vuelta más de tuerca. Mejor en su conjunto que el de 2014. Las verduras y los hornos siguen siendo los protagonistas de unos platos en los que se entremezclan la memoria, la tradición, el terruño, con la apertura a nuevas técnicas y a productos de otras culturas. Hay en el menú mucho sabor, mucha intensidad. Este año aparece también el vino como elemento diferenciador. Mario presentó en Gastronómika, en San Sebastián, sus trabajos con polifenoles, compuestos bioactivos extraídos de la piel de la uva que están llamados a ser actores importantes de la nueva cocina “como sustitutivos de la sal”. Extractos que aportan consistencia, aumentan la esponjosidad o potencian sabores. Ahora forman parte de varias elaboraciones. Por ejemplo de los pequeños bocados que se sirven como aperitivo en la bodega: uva ácida de sauvignon blanc, “macarron” de merlot con torta de queso, bocado aireado de polifenol con remolacha acidulada, corte helado de PX y doriyaki de níscalo y vinesenti con embutido de toro ibérico. Lo hace luego en otro aperitivo en la cocina, lechuga ahumada y estofado de ternera con polifenoles de vino. Se conjugan aquí esos tres elementos básicos de este menú: hortalizas, brasas y vino. Y todavía en el menú llegará más vino: la uva albillo como ingrediente del vinagre con el que se hace el escabeche de lubina y perdiz, o los polifenoles que refuerzan un chipirón de anzuelo a la brasa, o la garnacha que va en el jugo de liebre del ravioli meloso.
Además de la lechuga ahumada, me gusta, también en la cocina, el juego con los piñones, presentados en varias texturas, desde enteros hasta en helado pasando por un aceite que se extrae de ellos.
Ya en la mesa, el consomé de liebre al armagnac ha cambiado de lugar en el menú. Ahora lo abre, acompañando un ligero pan al vapor (ya saben, los bao, tan de moda) con guiso de caza y setas. Comienzo intenso, que nos introduce de golpe en la cocina invernal. De la brasa llega el tomate asado con hummus de garbanzos y papada de ibérico con cebolleta asada. De nuevo horno y huerta de la mano.
Siempre sobresalen en el menú de Sandoval los platos que llama “Gastrogenómica”, basado en esas verduras que cultivan ellos mismos. Las de este año, semillas básicamente, pasan por las brasas y se acompañan con especias diferentes para representar a los cinco continentes. Sabor y delicadeza van de la mano en esta elaboración, una de las mejores de la comida.
Estupendo también el cuscús de coliflor con especias africanas, caldo de bacalao con “ito togarashi” (esos hilos de guindilla roja japonesa, no muy picante pero sí muy intensa) y un guiso de bacalao con níscalos. No puedo decir lo mismo del salmonete a la brasa sobre jugo de ortiguillas con su piel crujiente, muy plano de sabor. Un plato intrascendente.
Desde hace unos años Mario Sandoval ha incorporado al menú un escabeche hecho como lo hacían tradicionalmente su madre y su abuela, con vinagre de uva albillo de las vides de Humanes. El escabeche es magnífico, pero estaba mejor al año pasado, cuando la lubina y la perdiz iban por separado. Ahora los sirve juntos y el sabor de la caza manda en exceso sobre el pescado, que desaparece. Plato de riesgo el erizo de mar con puré de pochas con curry verde, trufa y salsa de ibéricos con huevas de bacalao picante. Está muy bueno, pero estaría aún mejor rebajando un poco la intensidad del picante, que desequilibra un poco.
A partir de ahí se entra en una serie de cuatro platos espléndidos. Primero la pepitoria thai de gallo con huevo escalfado, setas de pie azul guisadas con panceta ibérica y trufa blanca. Una inteligente revisión de la clásica y popular pepitoria. Y más tarde el que para mí es lo mejor del menú, candidato a plato del año: chipirón de anzuelo a la grasa de encinas con polifenoles de vino y salsa masala en su tinta. Otra vez brasa, otra vez vino. Pero lo más atrayente es que el chipirón se guisa en una salsa de callos. Plato de gran complejidad, con un perfecto juego de texturas y, sobre todo, con un sabor intenso. Me encanta.
La caza llega en el ravioli meloso de paletilla de liebre con tendones de ternera que lleva encima unos filetitos del lomo de la propia liebre y se se refuerza con un jugo del animal con garnacha. Otra gran elaboración.
Y como colofón, su majestad el cochinillo. Repito que no hay en España quien sirva un lechoncillo como este. La clave está en la selección genética que han realizado durante años los Sandoval, pero también en ese horno tradicional donde se doran lentamente hasta alcanzar ese punto mágico en el que la carne perfectamente jugosa, se deshace en la boca, mientras que la piel aparece casi transparente, crujiente al máximo. Este año se acompaña con puré de ciruela especiado y melocotón, pero es lo de menos. Esta joya no necesita nada al lado.
Para limpiar la boca, antes de los postres en la salita de la planta inferior, unos cítricos en diferentes texturas, presentados a modo de trampantojo como si fueran frutos secos. Un divertimento sin más. Bien los postres: agradable yogur ácido de oveja con arándanos (y aroma de canela, que se quema en el centro de la mesa con más efectismo que otra cosa), y un cremoso de hongos con helado de amanita cesárea, buena aplicación de las setas a la parte dulce.
Como siempre, impecable la selección de vinos de Rafael Sandoval, reforzados con alguna copa procedente de la mesa de un buen amigo e ilustre gourmet en gira por España con el que felizmente coincidimos. Desde un Chassagne-Montrachet La Romanée hasta un Castillo de Ygay 1994, pasando por un Barolo de Mascarello o un Jura, el Vin Jaune d’Arbois de Jacques Puffeney. Pero la traca final fue un oporto Quinta do Noval vintage 1978 que Sandoval degolló a la usanza tradicional, un espectáculo casi perdido que reconforta reencontrar de vez en cuando. Llevaba años pidiendo la segunda estrella para Coque. Ahora que ya la tiene, no cabe duda de que se la merece. Enhorabuena a la familia Sandoval por un trabajo bien hecho.
P. D. Recuerden que estamos en Twitter: @salsadechiles
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