Gorka Txapartegui es uno de los mejores cocineros vascos. Miembro de esa que se ha dado en llamar “la generación perdida”, taponada por los grandes nombres que durante décadas han monopolizado (y monopolizan) la cocina del País Vasco. Desde los veinte años está al frente de la cocina de ALAMEDA, en Fuenterrabía, el restaurante familiar que inauguraron sus abuelos en 1942 y donde logró una estrella Michelin en 1997. Hizo prácticas con varios de los grandes, aunque su mayor influencia la recibió de Hilario Arbelaitz en Zuberoa. Influencia que se aprecia en platos como la papada de cerdo con puré de garbanzos y que hacen pensar que Gorka, con su propia personalidad, es el mejor heredero de Arbelaitz ahora que ya se anuncia el inminente cierre del restaurante de Oyarzun. Sobre este cierre, Hilario me decía el otro día en San Sebastián que lo único que falta por decidir es la fecha, que iba a ser a final de año pero que la avalancha de reservas para despedirse les hace dudar de si prolongar hasta primavera.
Ligado al movimiento “Slow Food”, Txapartegui defiende a ultranza la cocina de proximidad, hasta el punto de que presume de que el ochenta por ciento de los productos que utiliza provienen de no más de 25 kilómetros a la redonda, de la rica comarca de Bidasoa-Txingudi. En la página web de Alameda se pueden ver los nombres de muchos de esos productores que les surten. Materia prima con la que ejecuta una cocina clásica, elegante, muy académica, con fuertes raíces vascas y presentaciones modernas y ligeras con salsas y fondos jugando un importante papel. En el restaurante, recientemente remodelado con mucho acierto (ahora los eventos se celebran en otro lugar), hay posibilidad de elegir entre carta o dos menús degustación por 96 y 135 euros. En mi caso se trataba de una cena para un pequeño grupo de periodistas con motivo de Gastronómika y lo que Gorka nos ofreció fue el menú corto (el largo es larguísimo) con pequeñas variantes. A destacar el nivel de profesionalidad y amabilidad del equipo de sala, verdaderamente notable.
Dos aperitivos, un bombón de foie y tofe y un montadito de rillete con su piel, seguidos de un bocado muy logrado, la trucha de Banka (procedente de Sant Jean de Pied de Port, en Francia) sobre un crujiente de río y con emulsión de sus huevas. Reconfortante una intensa sopa Ttoro, sopa de pescadores. Sobre el cuenco una fina tostada con pescados y mariscos de roca en distintas texturas. Puro mar entre ambas cosas. Turno para el pan, siguiendo la tendencia de presentarlo tras las entradas por aquello de que no se llenen los comensales. Muy justificado en este caso porque el pan, de Margarita Okindegia, de Fuenterrabía, es para comer y comer, sobre todo con la mantequilla artesana de leche de oveja que se ofrece.
Muy bueno el cimarrón, ese atún que se pesca en el Cantábrico antes de iniciar su viaje hacia el Estrecho, curado en una salmuera cítrica y acompañado de encurtidos. Da paso a cuatro platos excelentes que evidencian la categoría y el nivel técnico de Gorka Txapartegui. Primero una delicadísima cebolleta asada y glaseada sobre lías de chacolí. Luego la citada papada de cerdo (“butakaku”) con puré de garbanzos y caviar, el plato que más recuerda a los de su maestro Arbelaitz. Si no llevara caviar estaría igual de bueno. El tercero, un chipirón de la Cofradía de Fuenterrabía, cubierto con una fina lámina de su tinta y con un caldo yodado. Uno de los mejores que he comido este año, que han sido muchos. Y el cuarto una excepcional pechuga de paloma torcaz a la parrilla con un ragú del resto de sus carnes e interiores. Elegancia, punto perfecto, sabor intenso, salsa limpia y brillante. Gran tratamiento de la caza, también santo y seña de la escuela Zuberoa.
Rico el prepostre, a base de chocolate especiado con cerveza negra artesana y jengibre que, curiosamente, se sirve antes de los quesos, seleccionados de la tentadora mesa que puede verse en el comedor, todos artesanos de pastor vascos. Y para terminar, un buen goxua. Lamentablemente no anoté los vinos. Una estupenda cena (de las mejores que he tenido este año, pese a ser para un grupo) que demuestra que en Alameda hay un gran cocinero, no siempre suficientemente reconocido, capaz, como él mismo dice, de “interpretar su territorio”, la cocina del Bidasoa. Y de interpretarlo de forma brillante.
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