Me van a permitir que les cuente hoy una pequeña historia verídica. El escenario, un restaurante abierto hace pocas semanas en Madrid.
El comensal llega solo y sin reserva. Una amable señorita recepcionista (hostess la llamaría un cursi) le recibe y le pasa al amplísimo comedor, en el que apenas hay tres mesas ocupadas. Pese a ello le invita a sentarse en la que parece peor de todas, junto a la puerta. El comensal piensa ingenuamente que todas las restantes están reservadas, así que acepta resignado el lugar que le asignan (además va de observador, así que prefiere no cuestionar nada en voz alta). Luego, a la hora de irse, comprobará que el comedor (cuya decoración no le gusta en absoluto, pero eso es otro tema) no ha llegado a un tercio de ocupación.
Mientras ojea la carta que le entregan, el comensal pide una cerveza a la que, por su forma de vestir, parece la maitre o directora de sala. Muy amable en todo momento. Llega rápida la bebida. Pero lo que no llega nunca es un aperitivo para acompañarla. Ni siquiera unos míseros panchitos. Luego, cuando pague la cuenta, verá que esa cerveza, un tercio de Mahou, se la cobran a 5,50 euros.
La carta no es muy larga y el comensal no tarda demasiado en decidirse. Como quiere probar varias cosas, pide dos entradas, una fría y otra caliente, y un plato principal. En este caso una de las cinco carnes que aparecen en la página. Bingo. “Perdone, no nos queda pularda en pepitoria”. Como el comensal va de observador no le dice a la maitre lo que piensa: “Me podría haber advertido usted de los platos que no están disponibles antes de dejarme elegir”. Así que vuelve a revisar la carta. “Bueno, pues tráigame el salmonete”.
Un dato positivo. La maitre pregunta al comensal si tiene prisa, para darle más ritmo al servicio de los platos. Al comensal le gusta el detalle.
Se da cuenta entonces el comensal de que la mesa está completamente limpia. Limpia de mantel. La madera pura y dura. Y se da cuenta también de que la servilleta, de tela, menos mal, es de esas muy pequeñas, como para ahorrar. Recuerda que los precios que ha visto en la carta no son precisamente suaves, y no entiende nada. Al comensal le gusta su mesa con mantel, y más en sitios de este nivel, que no son tascas o casas de comidas (en estas habrían puesto como mínimo uno de papel).
Seguimos. Con la cerveza ya acabada, y sin que aún haya pasado por la mesa la sumiller, llega el aperitivo. El torrezno, que está bueno pero demasiado salado, se lo tiene que tomar con agua. Un camarero se acerca con una botella de aceite. Lo vierte en un recipiente pero ni se molesta en mostrarlo ni explicar su origen o la variedad de aceituna. Para qué. Llega en silencio y se va, con rapidez, en silencio. Se acerca la sumiller. Otro dato positivo. Da toda clase de facilidades para elegir vinos por copas y recomienda con acierto.
Sirven la primera entrada. No está mal de sabor, pero su aspecto no se corresponde con la categoría de cocina esperada. El comensal ha visto en redes sociales fotografías de ese mismo plato en otro de los restaurantes que gestiona el mismo equipo. De la noche al día. Un descuido, supone. La segunda entrada es una crema. Para empezar, el camarero, al servirla, deja varias gotas sobre la mesa. Al menos no mancha el mantel, piensa el comensal. A la crema le falta temperatura, pero ese también es otro tema.
Entre una y otra entrada al comensal se le cae la servilleta al suelo. Es tan pequeña… Un camarero pasa justo al lado, pero no hace ningún amago por recogerla. Y desde luego ni el pensamiento de cambiarla, como harían en casi todos los restaurantes de este nivel (de precios).
Llega luego el salmonete que ha reemplazado a la inexistente pularda. El comensal ha comido uno similar en otro restaurante del mismo equipo y de nuevo el aspecto del plato tiene poco que ver con el que probó en otro momento. En fin, se dice. Y se dispone a probar el suquet tai que, según vio en la carta, lleva debajo el pescado. Descubre entonces que no le han marcado la cuchara. Tras un rato intentando que algún camarero le haga caso, con esa sensación de que todos miran siempre hacia el lado contrario, por fin llega la cuchara. No ha sido mucho tiempo, pero sí el suficiente para que el caldo pierda temperatura.
A todo esto, la copa de champán vacía sigue en la mesa, aunque ya hay servida otra de tinto. Allí permanecerá casi hasta el final. Le ofrecen entonces un postre, pero la experiencia ya está siendo suficientemente triste como para arriesgarse con un plato más. Otro día será. Un café solo es suficiente. Se lo bebe y se dispone a pedir la cuenta. Y en ese momento llegan los bocaditos dulces que se supone que deberían haber acompañado el café. El comedor no tiene más de un tercio de ocupación, pero otra vez el comensal tiene que hacer grandes esfuerzos para que algún camarero le lleve la cuenta.
La factura son 114 euros. Cierto que con dos entradas, pero sin postre. 82 euros si descontamos las copas de vino (dos de champán y una de tinto). No es desde luego un sitio barato en el que se pueda justificar todo lo que ha ocurrido. El comensal se levanta con malas sensaciones y piensa que, aunque sólo se trate de un mal día, mucho tienen que cambiar las cosas para que vuelva por allí. El nombre no lo justifica todo.
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