Salvador Sostres el 29 ene, 2016 El domingo pasado tuve una discusión muy desagradable, de esas que cuando terminan no se te pasan. La angustia no cesó, me empezó a doler el pecho izquierdo, también el brazo del mismo lado, y me fui a las urgencias de mi mutua privada. Cuando llegué y expliqué lo que me pasaba, enseguida un camillero me sentó en una silla de ruedas y fui desplazado a una camilla donde suavemente me estiraron, me pusieron toda clase de sensores en el pecho, en la barriga y en las piernas, y me pincharon una vía en la mano. Estuve a punto de decirles que no había para tanto, que tan mal no me encontraba, pero todo el mundo me trataba tan bien, las enfermeras y los enfermeros eran tan simpáticos, y me hacían tanto caso, que no sólo no les dije nada, sino que les dejé hacer, y me dejé ser, haciéndome el levemente mareado; y me dieron todo su amor, y toda su delicadeza; y yo me regodeaba en aquel insólito mar de calma, rodeado de enfermeras con rebequita de punto blanco y camilleros que debajo de la bata no llevaban nada. Me tomaron unas placas, me hicieron unos análisis; me trataron como a un príncipe y al final no era nada. Cuando volví a casa, mi mujer, que se había quedado con la niña, me agasajó con su amor enamorado, y le dije que los médicos me habían recetado reposo, y que no se me llevara la contraria. He de decir que coló, aunque fuera sólo durante un rato. No hay nada como las urgencias de un hospital privado para pasar los domingos por la tarde. Sobre todo si no tienes nada. Para el hombre moderno, incomprendido, acribillado, desposeído, nada hay como entrar en la sala de urgencias de un hospital y decir que siente un leve dolor en el pecho, para que la ciencia le dé lo que en casa le han negado. Ya nada necesitamos más que nuestros cuidados. Cuando por todo te critiquen, cuando por cualquier tontería te presupongan las intenciones más infames, corre hombre acorralado hacia tu hospital de pago, y déjate llevar por enfermeras y camilleros, con sus rebequitas y sus frías y dulces manos, con sus electrodos y sus palabras de ánimo. Te queda, te queda su piadosa comprensión final, que limita con los abismos de la vida, cuando no sepas con quién ir a apurar las últimas gotas de ternura. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 29 ene, 2016