Recuerdo que también nevó la primera noche que pasé en Manhattan. Tenía 25 años y la excitación de un ejército alarmado, y mucha más fuerza de la que hoy me queda. Mis padres me dijeron que mi primera noche en la ciudad merecía algo especial y me llevaron a cenar a la Caviar House. Y efectivamente fue una muy agradable manera de llegar.
Al salir del restaurante ellos estaban cansados pero yo siempre he pensado que dormir es rendirse, y más en Mahattan.
Así que me fui al bar del Plaza, cuando todavía era un hotel, para tomar posesión de la ciudad después de tanto haberla deseado.
Fue entonces cuando empezó a nevar, y los lentos copos de nieve al otro lado del ventanal parecían darme la bienvenida con su hermosura. Di despacho al primer gintónic con esa descarga de adrenalina que me provoca la felicidad, y que tanto me ha ayudado ahorrar en prohibidas sustancias químicas.
Todo era perfecto y excitante cuando además una chica muy sexy empezó a mirarme desde la barra, y yo le hice un leve gesto para que viniera a mi mesa, y ella vino sin hacerme esperar.
Manhattan y yo -pensé- somos una unidad de destino en lo universal. Me sentí todas la películas que tanto había visto sobre ella, y en su noche más afortunada.
La chica era tan bella de cerca como me lo había parecido de lejos, la conversación fue agradable, y todos los indicios confluían, hasta que ella me dijo: “normalmente cobro seiscientos dólares por hora, pero eres tan simpático, y me haces sentir tan bien, que si me das mil pasaré contigo toda la noche”.
Salí del bar solo y desahuciado, y todavía nevaba. El paseo hacia el St. Regis fue agradable y no demasiado largo. Hacía el frío que me gusta y la nieve caía suave como los besos de dar las buenas noches. Pronto olvidé mi escena de seductor a precio de saldo porque también Manhattan es una chica, bellísima y total, y me amó aquella noche y todas las demás.
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