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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Stranger to stranger

Salvador Sostres el

Hacía tiempo que quería comprarme unas gafas Oliver Peoples, pero suelen ser muy pequeñas, yo estoy como estoy, y mi mujer me dice que no le gusta cómo me quedan. Y ya que en Barcelona la marca no tiene establecimiento propio, y hay que ir mendigando de óptica en óptica por ver qué parte de la colección tienen, decidí esperar a mis días en Manhattan para visitar con ella la sede de Madison y poder escoger entre todos los modelos y tallas. Me gustan tanto estas gafas que que quería que mi gusto fluyera con su aprobación y no tuviera que ser otra cansada batalla pero al final tuve que ir solo y con poco tiempo, y no me acabé de decidir por nada. Me faltaron las ganas. Las ganas que impulsan las metáforas que nos ayudan a vivir. Las ganas mullidas como los suelos del verano, pero también violentas como un revuelo y que no siempre puedes hacer una correcta evaluación del daño colateral que podrían causar cuando decides que las vas a soltar.

El matrimonio tiene mucho que ver con las ganas. Al principio son ganas de defender tu espacio pero luego ya sólo tienes ganas de calma. Calma. Es tal vez el modo menos absurdo de lidiar con lo que nos resulta a la vez imprescindible e inevitable. Calma para no hacer más daño del que podemos reparar. Calma para que no nos hagan más daño del que podríamos drenar. Calma por si no tuviéramos razón, aunque nos lo parezca. Calma para cuando no encontramos el amor, aunque sabemos que está. Nunca me imaginé que acabaría apreciando sentimientos tan humildes, ni que tuvieran un tan escondido difícil arte. Pero si has visto llorar a la mujer que amas, si te has sumergido en la putrefacción de sentir furia por lo que más necesitas, y quieres huir de la rabia y no puedes, y la vida se te gira en contra como una enfermedad autoinmune, como una parte de tu organismo que encendiera antorchas y avanzara decidido contra tu modo de andar o tu respiración, sobrevivir te parece suficiente y no añoras ninguna gesta. Calma. Es así como aseguramos la porcelana de cada día.

Con calma salí de la tienda de Madison, sin rencor, sin lamentar ni mucho ni poco marcharme sin ninguna de aquellas magníficas gafas. Salí marido y salí padre, salí con mi hija en brazos, camino del restaurante. Salí llamando a mi mujer, que había preferido ir a un museo, para decirle que no se preocupara porque ninguna me había gustado. Y en media hora nos encontramos con ella y con nuestros amigos en el restaurante, sin mis gafas pero con la vida fluyendo tranquila por el cauce central, sin pliegues ni meandros, ni ningún reproche que esquivar. Jojo en el Upper East, tan bello como poco interesante, tan agradable como anodino. A todos invité. Júbilo cercano a la euforia cuando salimos, otra vez a pasear. Mi mujer me pasó su brazo por la espalda, que es algo que nunca hace, en su rectitud victoriana. Calma. Maria miraba admirada todo lo que veía entre Lexington y Park, cogida de mi otra mano.

Hacía tiempo que quería comprarme unas gafas Oliver Peoples, pero suelen ser muy pequeñas, yo estoy como estoy, y mi mujer dice que no le gusta cómo me quedan. Y aunque estar casado es una segunda contabilidad impredecible, y es mejor mantener la calma, porque nunca se sabe cómo se enredan las discusiones ni si al final van a estallar; yo soy el impulso de mis metáforas, las metáforas que me ayudan a escribir, y a vivir, y sin ellas me confundiría con la grava. El matrimonio es cuidar de dos almas, y también de nuestras metáforas.

Hay un tiempo para la literalidad, que hay que atender literalmente, porque un matrimonio que no paga cuentas es un infierno o un divorcio, una literalidad imprescindible, terrestre, hacedora de figuras de barro; una literalidd de la que uno es, todo a un mismo tiempo, héroe y esclavo. Pero tendrían también nuestras esposas que cuidar de nuestras metáforas, de nuestras pequeñas patrias descuidadas, de la Gracia que necesitamos para levantarnos y continuar, para sostener en nuestras espaldas el gran peso del mundo, la desolación de la decepción, la sorna de las bromas macabras de la vida, y esa profunda irritación de cuando las cosas no son tal como las habíamos imaginado. A veces es un restaurante, otras un viaje, otras un acontecimiento remoto e inexplicable; yo esta vez me veía vivir a través de estas magníficas gafas americanas.

Y nunca pensé, nunca, en cómo me quedaban. Si pensara en ello, probablemente admitiría que me van justas, e incluso pequeñas. ¿Pero a quién puede importarle tan insignificante detalle cuando viene del alma la belleza del trazo? Oliver Peoples, modelo Gregory Peck, color marrón claro. La vida cabe a veces en un enunciado. Y no importan los objetos sino la distancia a la que los situamos. Dalí dijo que salvaría el aire de Las Meninas si ardiera el Museo del Prado y sólo una obra pudiera llevarse. El aire de Las Meninas. El aire de mis Oliver Peoples, modelo Gregory Peck, color marrón muy claro. Me quedan grandes, me quedan pequeñas, ¿de qué me estás hablando?

Hace semanas que voy por la calle y sólo veo gafas. Sé distinguir a las pocas personas con clase que las llevan. Tienen un porte especial, no llevan sus Oliver Peoples por casualidad.

Y una mañana de la semana pasada las vi, expuestas en el escaparate de una óptica, tan Gregory Peck, el actor preferido de la madre de mi suegra, adorable abuela, con su sentido del humor más allá de las convenciones pero que luego no se olvidaba de prepararte los macarrones; las vi, tan fascinantes, tan exactas, que de un revuelo, fresco como un río al principio del verano, entré en la tienda, me hice revisar la graduación por una chica muy amable, Rita llamada, y cabalgando en mi euforia metafórica, mi euforia pletórica de verso perfecto terminado, pagué lo que me pidieron y al día siguiente podía a partir de la 1 pasar a buscarlas.

Me hubiera gustado que mi mujer hubiera comprendido la cenefa, y que al verme con ellas se hubiera alegrado por mí, por mi patria rescatada, por lo felices que mis Oliver Peoples me quedaban, por mi delicado círculo por fin cerrado, por la metáfora resuelta a la espera de la siguiente metáfora. Hubiera dado más dinero -que ya es decir- del que pagué por ellas, por una sonrisa cómplice de mi esposa, por algún gesto que indicara que me acompaña en el viaje, en mi pequeña Gracia para sobrevolar, ni que sólo fueran unos centímetros, el asfalto. Llegué a esperarlo en el taxi en que por primera vez me las vio, de camino a Estimar, donde habíamos quedado con Ferran para cenar. Pensé que el espíritu del Bulli podría inspiraría y guiarla, pero a su cara de reproche se unió su reproche verbal, y tuve que asistir una vez más a la ejecución sumaria de otra ilusión of mine con la que tendré que navegar en solitario.

Hacía tiempo que quería comprarme unas gafas Oliver Peoples, pero suelen ser muy pequeñas, yo estoy como estoy, y mi mujer dice que no le gusta cómo me quedan. Al final me las compré, y ella protestó no tanto por las gafas, sino porque no le hiciera caso; y a mi me disgustó no tanto que no le gustaran mis gafas, sino que no le gustara yo, ni mi modo de relacionarme con la vida, y con mis metáforas, pero aquella noche cenamos estupendamente, con dos amigos a los que queremos de verdad, y luego en el taxi de regreso a casa ella reposó su cabeza en mi brazo y cuando le dije que la quería mucho me cogió suavemente, siempre suavemente, la mano.

Stranger to stranger. El empuje de lo que compartimos y es precioso puede llegar a deprimirte si no entiendes que hay una parte del camino que será siempre solitaria. Si tú no lo entiendes, si ella no lo entiende. Pero en este taxi que cruza como una caricia la ciudad dormida, te digo aunque esté callado que si hoy volviera por primera vez a conocerte, volvería a hacerlo todo para estar contigo para siempre más.

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