Yo no creo que Valentino Rossi le pegara a Marc Márquez una patada, pero en cualquier caso la reacción buenista y amanerada que el episodio ha generado es de país condenado al fracaso.
Rossi es un genio y Marc Márquez uno que le molestaba. El talento tiene que prevalecer, aunque mueva el pie en un momento dado. Rossi es al motociclismo lo que Ferran Adrià a la cocina o Johan Cruyff al fútbol, y a los genios los errores se los descontamos y procuramos crecer con su talento.
La rabia contra Rossi es de mediocres, de resentidos, de gente que sólo comprende la literalidad de las cosas, de carteros de la obviedad y pasteleros de tortel de nata.
Es Márquez quien le da con el manillar, pero no porque yo lo haya visto, ni porque tenga puñetera idea de motociclismo, sino porque los menores son siempre los culpables y los genios sólo intentan continuar tirando con su obra del gran carruaje de la humanidad. Molestarles es un crimen y Dios no suele perdonarlo.
Había una rabia acumulada contra Rossi en este país de perdedores, en esta tribu en que el éxito se pone bajo sospecha y la envidia es el más intenso de los sentimientos. Había ganas de encontrarle un defecto a Rossi, para que la turba de incapaces y de vencidos pudiera por fin mirarse en un espejo roto y no sentirse tan humillada por la infinita distancia de quien siempre ha corrido para darnos esperanza.
Valentino Rossi es un genio y somos afortunados de ser sus coetáneos, de haberle conocido aunque no nos interese el motociclismo; y hay que ser muy necio para tratarle como si fuera uno más, como si computaran igual sus defectos que sus virtudes, como si en el mundo no hubiera una jerarquía y diera lo mismo un revolcón con una rotondera que el amor que mueve el Sol y las otras estrellas.
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