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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Historia de un billete

Salvador Sostres el

Una noche en mi bar, que se llamó Tirsa.

-Sostres, ¿tuviste un bar?
-No, pero igualmente fue mío.

A mi amigo Ferran le gustaba mucho una italiana que aquella noche nos acompañaba. Ellos tenían 22 años y yo 10 más. La italiana era hermosa como un viaje de final de curso a Florencia. Fue una de aquellas noches. También estaba el profesor Colomer. Ferran lo intentaba pero la chica tenía novio. Yo hacía ver que me llamaba el Santo Padre, que ya era Benedicto, y me decía:

-Leo è morto.

Yo le decía de tú y le llamaba Ratz. Gracia tenía, pero mi italiano era de retrasado mental. No es que la chica llegara a creérselo, pero no daba crédito, y flotaba en el aire una mezcla de delirio e incredulidad favorable a pensar que cualquier cosa podía pasar. Aunque nos reímos mucho, no hubo modo, y al final llegó el final. Y cuando ya todo lo daba por perdido -me suele suceder que pongo más empeño que mis amigos en lo que se supone que quieren obtener-, y nos habían ya dado las 3, la conversación se centró en el Hemingway y la italiana nunca había estado. Un poco por ayudar y un poco por ver qué pasaba, decidí abrir la noche a otros paradigmas. Entonces yo iba siempre con mi sobre, la tarjeta de crédito ni la tocaba. Mi abuela me daba cada mes “lo mío” y yo como un don Damián pagaba a tocateja y me encantaba tirar billetes.

-Niño, sube a la suite dos anisetes.
Y todo aquello.

Le dije a Ferran:

-Yo pago el avión, tú la invitas a las copas.

Y le di un billete de 500, y a la chica le sorprendió más que no que llamara el Santo Padre, y les pedí un taxi para que tomaran que Vueling de las 6. Como los dos estudiaban Filosofía, pensé que desde que llegaran hasta que abriera el bar, sabrían qué hacer. Nos quedamos un rato más con el profesor Colomer, y hablamos de cómo habría sido si a nuestros 20 años alguien nos hubiera dado un billete de 500 y un bar en París, y hubiéramos tenido a mano a una italiana bonita como los cielos del hemisferio sur.

He dedicado buena parte de mi dinero -no creo que sea exagerado decirlo- a patrocinar lo que no pude tener, a tratar a los demás como hubiera querido que me trataran, a realizar mis fantasías en mis amigos más jóvenes, y mucho más jóvenes, aunque ni siquiera sé si a su edad las habría sabido aprovechar. He hecho vivir más de lo que he vivido. He acelerado más vidas de lo veloz que ha sido la mía. A veces parece que tenga práctica pero es sólo que escribo el mismo cuento una y otra vez, y cada vez incorporo un gesto nuevo, como si lo estuviera viviendo. Cuando digo que tengo una buena relación con mi muerte, también me refiero a esto. He vuelto muchas veces del futuro y puedo contaros cómo es.

A la mañana siguiente, tarde, porque en aquel tiempo no le encontraba sentido a levantarme antes de las 12, y realmente no lo tenía, y me encontré el mensaje de Ferran diciéndome que no la había podido convencer. Me enfadé, me indigné. Me parecía inconcebible “no poder”. La arrogancia en la que entonces vivía no tenía límites. Y aunque admito que era un cretino, no daba nunca nada por perdido, y no solía perder. Ferran me devolvió el billete, creo que fuimos a comer. Hablamos de otras cosas -supongo, no sé- pero recuerdo muy bien que todo el rato tuve la sensación de que estaba más frustrado yo que él.

Aquella misma noche cené con el que pienso que es el chico más letal, inteligente e infeliz que jamás he conocido. También una de las personas a las que más he querido. Jordi. No digo el apellido porque esta historia es un poco más rebuscada y luego estas cosas salen y la gente no siempre las entiende bien. También Blanca cenó con nosotros y estaba enamorada de Jordi, que la única conversación que le planteaba era preguntarle por qué se empeñaba en estudiar una carrera si con ninguna profesión podría ganar más dinero que vendiendo su cuerpo. Era una conversación cruel, pero que no buscaba la crueldad. Es el tipo de conversación que a Jordi le gusta, porque pone al otro contra la pared. El tipo de conversación, y de conversador, que el resultado ni importa, y que sólo pretende probar la fortaleza del argumento, la resistencia de la lógica, por dónde se rompen los demás y cómo cuando se dan cuenta de que era una broma ya es tarde para volverse a recomponer. A mí me divertía. A ella a veces la hacía rabiar y a veces la hacía llorar, aunque se esforzaba por aguantar y demostrarle que era uno de los nuestros. Y fumaba, fumaba.

Yo sentía por Blanca algo extraño que ahora mismo no tengo tiempo de explicar. Una inclinación, una resistencia, una distancia. Un saber que aquel no era mi lugar y ya había conocido a Anna. Volvimos al Tirsa, volvió la noche a alargarse, salió en la conversación mi contrariedad por lo de Ferran con la italiana, y Jordi dijo que él no lo hubiera desaprovechado, y Blanca me miró como suelen mirarte las chicas que están enamoradas, aunque no sea de ti, y como si fuera una rutina diaria y ante la sonrisa de mi barman, saqué otra vez el mismo billete, creo que fue sobre la misma hora, y también pedí un taxi.

Jordi aceptó el reto aunque sabía que iba a ser malinterpretado. “Aunque no eres ninguna maravilla/ me lo juego todo al dos de corazones”. Blanca no se sabía si reía o lloraba y yo pensaba en más de una cosa a la vez, y todas tenían que ver con las ganas que tenía de ir a Hemingway. Se marcharon y pedí otro gintónic. En la otra punta de la barra estaba Otger, que había visto la escena, y la del día anterior, y hablamos de lo bonita que en realidad la vida puede llegar a ser.

A Blanca se le ocurrió, camino del Prat, llamar a sus padres para pedirles permiso. Se lo negaron porque eran del PSC. Si hubieran sabido lo que yo sabía de su hija, habrían entendido que su negativa llegaba tarde y que ja no hi eren a temps. Pero tampoco es que en este caso sepa muy bien qué decir. Soy padre de una niña. Quizá también alguna noche me despierte para pedirme permiso, y entonces qué.

Tampoco Jordi tomó el avión de París y el billete volvió a mi bolsillo. Con Jordi no me enfadé tanto, o nada, porque yo con Jordi nunca me he enfadado, salvo un día y era por su más elemental seguridad, y creo que se extrañó tanto de que le hablara en aquel tono que nunca más lo he vuelto a hacer. No me enfadé pero pensé que si todos hubieran sido como Ferran y como él, el cine se habría quedado sin héroes. Los bares, sin historias que contar. Y todo el dinero en mi bolsillo, que es el único lugar en el que no tiene que estar. También pensé, pero esto lo pensé al cabo de unos días, con la vanidad ya menos inflamada, que la épica que tanto reclamaba nunca la había demostrado, y que no es exactamente lo mismo pagar para hacer el vivir que tener el valor de vivir; y hoy me enfado menos con los que dicen que “no pueden”, o simplemente que no, porque no sé a sus años qué habría dicho yo, ni qué diría ahora; ni si mi forma de no tenerlo que saber, y poder vivir tranquilo, es comprar la experiencia en otros cuerpos, en otras almas, y que me baste una idea de la idea para escribir un buen artículo.

Me pregunto qué fuerza tenía y qué fuerza me queda. Tengo que tomar una pastilla para poder dormir. Me he vuelto incluso más torpe de lo que siempre fui, “cenizas en el aire esparciéndose”. Ayer me quemé dos dedos friendo un huevo. Nada grave pero pica. Estoy más cansado de lo que solía. Algunas invitaciones me abruman por la edad que ya tengo y pienso qué habría pensado hace 20 años de un cuerpo como el que hoy es el mío, muy pegado a mí y desnudo.

Haciendo vivir sé más dónde piso. Un gintónic. Dos. Y quizá tres.

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