Mi mujer estuvo la semana con la gripe y acabó el viernes con conjuntivitis. También la semana pasada, mi hija se la pasó sin ir al colegio, con mocos y dolor de barriga, y el sábado, por culpa de los mocos, le fue diagnosticado un principio de otitis. Soy el único que por el momento resisto. Con mis chicas, haciendo lo que puedo por complacerlas, y sin perder la sonrisa.
Es mi familia. Y enferma o sana, de buen humor o entre regañinas, es el inmerecido gran premio de mi vida. No me cuesta ningún sacrificio nada que tenga que ver con ellas, con estar con ellas, o con hacer lo que ellas necesiten.
No sé cómo hay madres que pueden decir que la maternidad no es lo que esperaban o que no tienen tiempo para ellas mismas. ¿Quiénes son ellas mismas? ¿Quién soy yo mismo, sino mis chicas? ¿Qué otra medida podría tener mi vida?
Vivimos tan podridos de propaganda izquierdista que la Cruz en las aulas es adoctrinamiento y llevar el velo islámico es libertad y hasta un acto de resistencia contra el presidente Trump. Resulta que hay que revisar a toda costa, en nombre del laicismo, el Concordato con la Iglesia, pero no podemos ni toserle al protocolo con que nos aseguramos de que no quieran matarnos los visitantes que llegan de países con tradición terrorista, porque entonces somos unos xenófobos y unos racistas.
Del mismo modo, el embarazo se ve como un castigo y el aborto como una conquista social, tal como las feministas llaman fascistas a los líderes occidentales que quieren derrotar al Estado Islámico, tal vez porque querrían vivir como las mujeres en Irán.
La propaganda izquierdista, con el único propósito de mantener su chiringuito, nos ha dicho tanto que tenemos que estar indignados que nos hemos olvidado de lo bien que vivimos y de lo mucho que tenemos que perder.
Mira a tu esposa, a tu marido, a tus hijos. Pregúntate entonces quién eres y dime si de verdad crees que la vida es absurda y no tiene ningún sentido.
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