El sábado cenando con unos amigos mi mujer dijo que en diciembre hizo diez años que nos conocimos. Como nuestro aniversario lo celebramos el día que nos casamos y se me dan regular las fechas señaladas, no había reparado en esta otra contabilidad pero me alegró haberla coronado. Me puse entonces a tratar de imaginar qué momento de todo este tiempo podría resumir mejor lo que pienso de ella y cómo la necesito y la quiero.
Enseguida recordé la mañana de hace tres o cuatro veranos en que íbamos con nuestra hija de Taüll al Valle de Arán para almorzar en Casa Irene. Teníamos un tractor delante que nos obligaba a circular muy despacio. Y en un tramo en que se veía bastante bien la carretera le dije que no venía nadie, que podía adelantar y me hizo caso. De repente y como salido de la nada apareció un coche a toda velocidad y a escasos metros de distancia. Yo todo lo que supe hacer fue cerrar muy fuerte los ojos y ella tuvo la sangre fría de acelerar y girar a la derecha en muy poco espacio y menos segundos para salvarnos por centímetros la vida.
Diez años han pasado tan rápido que a veces me parece que he estado soñando y siempre que cierro muy fuerte los ojos ella sabe cómo acelerar. Soy el que todo lo puede, el que multiplica la maravilla y horizontes que ni existían. La alegría es mi don y he venido al mundo a repartirla. Pero cuando llegan los abismos, los fantasmas salidos de la nada, la angustia, la edad con su sobrepeso y sus transaminasas, naufraga el galeón de los excesos y tantas veces como la mañana veraniega en que no vi ningún peligro aún mi mujer me salva de mí mismo.
Luego están los desencuentros, la soledad, las expectativas insatisfechas, la rabia que también se dan los que se quieren, la humanidad manchada de renuncias e impostura; y siempre al fondo la compasión y la piedad para cuando juntos vamos a apurar las últimas gotas de ternura.
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