Me han tocado al lado un par de garrulos jovencísimos con dificultades para leer hasta su billete de avión. No saben dónde se indican las letras de los asientos, ni cómo apagar el aire acondicionado, ni cómo abrocharse el cinturón. He de confesar que cuando les he visto venir me han dado una pereza infinita, pero una vez sentados, a pesar de su olor de baratísimo tabaco, me han hecho mucha gracia. Uno está fascinado porque la cortina de la ventanilla baja. El otro lee las instrucciones del vuelo con una dificultad casi épica para pronunciar cada palabra y cuando repara en “la movida de las mascarillas”, su excitación por saber cómo funciona el mecanismo -me lo ha preguntado a mí y luego a una azafata- ha sido superior a la de La Civilización ante el Descubrimiento.
Uno de ellos se ha puesto a dormir, con la cabeza reclinada en un jersey que le hacía como de almohada: el otro ha empezado a joderle acariciándole el cogote y repitiéndole: “Duerme, Silvia, duerme” y yo no podía parar de reír.
Por cada tres palabras que logran pronunciar, emiten ocho sonidos, todos ellos relacionados con algún tipo colapso mental. Pero tienen la gracia de la naturalidad, su humor absurdo no es en absoluto pretencioso y están tan por debajo de cualquier umbral que no llegan ni a macarras. Por su inocencia todavía no corrompida, por su genética incapacidad para el cinismo -como si no les hubieran anunciado que fuimos expulsados del Paraíso-, pienso que deberían quedar exentos del Juicio Final y que sin más, merecerían salvarse.
Cortes de pelos demenciales, funestos pendientes, vestimenta cautiva y desarmada, pero que no llama la atención, y esto es muy de agradecer en estos casos: la ausencia de cualquier farsa, como en su carácter. Esa delgadez inelegante más asociada a una alimentación deficiente que a una dieta estilizante. Miradas que recién salidas de sus ojos se pierden en la nada. Ninguna intención, ningún destino. Ninguna hondura, ninguna profundidad. Son la vida automática. Uno de ellos, el de mi lado, debe de tener un perro y aparece abrazándolo en la foto de la pantalla de su Samsung. El perro, él y el Samsung. Parece una alineación, una relación de causa efecto, el inicio de un relato que sólo puede tener un final trágico. ¿Pero hay algún final que no lo sea? ¿Se puede vivir sin que acabe mal? A fin de cuentas estos chicos, con su existencia tan básica, tan inevitablemente ligada a lo elemental, se van a ahorrar mucho sufrimiento, y nos lo van a ahorrar a los demás. Relleno de la Creación, montoncitos del Señor. Hace falta lo que hace falta para llenar y que sean rentables los centros comerciales, las grandes superficies, los estadios menores y los conciertos de U2.
Poco a poco el avión va llenándose y se acerca una chica -chándal- y les pregunta si realmente tienen asignados los asientos que ocupan. Los dos dicen que sí -cómo voy a equivocarme, presume uno de ellos, el de las mascarillas- pero no lo comprueban porque tienen el móvil apagado. Parece que la chándal se medio conforma con la respuesta pero enseguida llega la azafata y les pide por favor que les muestre su billete. Los dos encienden sus teléfonos -Samsung- y efectivamente el error era suyo porque se habían confundido con los asientos del vuelo de regreso. Se levantan riéndose -más ruidos- como si fuera un chiste y se van a sus localidades.
Mis nuevos compañeros de asiento son más formales, la chica del chándal con su chico, de chándal también, hablan con menos dificultades, saben leer como mínimo su billete y su conversación es más articulada. Pero no tienen ningún interés, hay pretensión en sus pírcings y sus tatoos, saben que fuimos expulsados y no hacen nada por remediarlo. Se les ve con alguna capacidad para haber hecho algo distinto, aunque quizá no demasiado, con alguna fuerza para haber corregido ni que sólo fuera en alguna medida lo que aleatoriamente les tocó. Son de chándal -y esto es el peor epitafio que podrían dedicarte- porque les gusta.
Se ríen de mis garrulos y no me hace gracia. Estoy a punto de decirles algo pero al final me callo. Se creen superiores y en cierto modo lo son, pero gastan demasiado aire para lo poco que ofrecen a cambio. A Dios le salen más a cuenta aquellos dos que los hizo casi gratis, y conservan el encanto de no haber perdido su inocencia, que estos pollos también baratos, pero no tanto, y que no dan ni el morbo de imaginarles follando.
Me quedo con mis garrulos automáticos, con sus miradas que se pierden a los dos milímetros de haber salido de sus ojos, con su ictus permanente y sus ruidos. La impostura es más ofensiva que la clase social así sea la más baja. Nunca hemos alzado la voz contra los que de un modo natural han jugado con lo que han tenido -aunque tampoco hace falta verles cada día, ni tan de cerca como yo les he tenido- y lo que más nos irrita del gran teatro son los que tratan de enredarnos con simulacros, en la ópera o con sus tristes chándals “de marca”. Sois mentira. Dadme garrulos, hasta casi vegetales, pero dádmelos de verdad. Duerme, Silvia.
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