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Un decisivo estudio sobre la construcción naval española en el siglo XVIII

Un decisivo estudio sobre la construcción naval española en el siglo XVIII
Agustín Ramón Rodríguez González el

Enrique García-Torralba nos introduce en el complejo mundo de los navíos españoles, su diseño y construcción en un nuevo libro que mereció en 2013 el premio “Virgen del Carmen” de la Armada, que continúa con él sus trabajos con el dedicado a la artillería naval del siglo XVIII, premiado a su vez en 2009, y otro sobre las fragatas de la misma época.

Lo sorprendente es que, pese a la importancia de la mar y todo lo referente a ella en la Historia de España, y pese a la universal valoración de la Marina Ilustrada del XVIII como vanguardia científica y técnica en nuestro país, se hayan escrito contados trabajos sobre temas tan apasionantes, con marcada diferencia respecto a otros países europeos, mucho más conscientes de su pasado naval, y mucho más convencidos de la necesidad y hasta el interés por conocerlo, valorarlo y difundirlo por todas las latitudes.

En patente contraste, y salvo por algunas obras muy meritorias pero aisladas, ese conocimiento en España es reciente y limitado a unos pocos títulos.

Demasiado poco y demasiado tarde para una historiografía internacional que llevaba ya muchas décadas de adelanto, haya empezado a “digerir” e incorporar esa nueva y documentada visión sobre las realizaciones españolas de la época.

Y con la limitación, muy presente en nuestros trabajos, de centrarse básicamente en la segunda parte del siglo XVIII, la más conocida y valorada, evidentemente por la mucha mayor divulgación de las campañas y operaciones que en ella tuvieron lugar, pero en detrimento de las realizaciones, muy interesantes y novedosas, de la primera mitad del siglo, que han quedado a menudo en penumbra.

Que alguien ajeno a las instituciones académicas y los centros de investigación, como es el caso del autor que nos ocupa, haya tomado sobre sus espaldas semejante labor compleja hasta la extenuación, es algo que muestra el valor y el desinterés de García-Torralba, como sus trabajos muestran lo erudito de su investigación.

También es, o debería ser, una llamada de atención a tantas instituciones y organismos, oficialmente no ya interesados en tales cuestiones, sino supuestamente animadores y organizadores de tales estudios, que su labor está lejos de ser la deseable. Hay una cierta tradición, muy española, de que las batallas sean ganadas por personas como El Cid, Hernán Cortés o los guerrilleros, siempre actuando por su cuenta y a menudo al margen de las instituciones, pero debemos convenir en que, en un país desarrollado, lo lógico y lo esperable es que esos triunfos los alcancen normalmente los generales al frente de ejércitos bien organizados, aunque nunca venga mal la ayuda de esforzados voluntarios.

Podrá parecer a alguno, poco o mal informado, que estos temas son demasiado específicos y de interés limitado. Tal vez le hiciera reflexionar el incuestionable dato de que los astilleros militares fueron las mayores empresas industriales que habían existido sobre la faz de la Tierra, incluso mucho antes de la Revolución Industrial, tanto por capital, infraestructuras, mano de obra o cantidad y cualificación del personal técnico. Y algo parecido se puede decir de las fundiciones de cañones, especialmente los navales, mucho más pesados y con muchos más requerimientos en todos los órdenes que los de uso terrestre.

También, y ciñéndonos más al tema del presente libro, señalar que, como se ha apuntado varias veces por diversos autores, el navío de línea del siglo XVIII era, con mucho, el instrumento técnico más complejo y sofisticado que se había conocido hasta entonces.

A primera vista, una tecnología basada en la madera para el casco y en las lonas de las velas puede parecernos hoy primitiva, pero ello es una visión deformada desde el presente, porque y pese a su aparente simplicidad, la tarea era inmensa y ocupó las mentes de muchos destacados científicos y técnicos durante siglos, hasta que, primero el vapor y luego los cascos metálicos, vinieron a cambiar por entero el panorama.

Las diversas maderas utilizadas en casco y arboladura, su precisa corta y largo tratamiento hasta que fueran adecuadas para la construcción naval, las formas de ensamblar sus tan distintas como múltiples piezas, las ligazones, la clavazón requerida, cómo revestir especialmente la obra viva de la mejor manera posible para evitar su rápido deterioro por agentes tan corrosivos como son el agua y la vida marinas, la mejor estructura posible del casco y la más económica en términos de relación peso y resistencia, sin descontar cierta flexibilidad, necesaria ya desde la misma botadura, para evitar o paliar los quebrantos…

Únase a todo ello que tales buques debían ser capaces de hacer travesías oceánicas, por supuesto de combatir, de cargar con desde medio millar al doble y más de hombres, con las necesarias provisiones de aguada, alimentos y leña, con centenares de toneladas de piezas de artillería, su munición y pertrechos, que el aparejo debía estar en consonancia con todo lo anterior, y hasta llevar repuestos de material tan expuesto en combate y en navegación, y veremos que la cuestión era realmente de las más complejas que se podian plantear a la mente humana en el orden de la ingeniería y de la técnica.

Y todo, como es bien notorio, buscando siempre la solución más equilibrada, pues a menudo tal o cual deseable característica de un navío de entonces (y de un buque de guerra incluso ahora) se lograban en detrimento de otras igual o más importantes, por lo que se imponía un estudio muy detallado y un juicio muy claro sobre que era lo deseable y que era lo posible, que son cuestiones por entero distintas y hasta contradictorias en no pocas ocasiones. Antes de que la descubrieran los economistas, la noción de “coste de oportunidad”: el que conseguir algo notable en algún aspecto tiene siempre un precio en otros, estaba muy en la mente de todos los diseñadores y constructores de navíos: que no sólo debía ser buen velero en toda condición, sino además, un buen buque de guerra, lo que implicaba, entre otras muchas prestaciones, ser una plataforma estable para la artillería, llevar las portas bajas de ella bien “floreadas” para que el oleaje no impidiera su uso, resistencia estructural para soportar el peso de las piezas y el impacto del retroceso, etc, etc.

Por supuesto, y como el mismo autor nos explica, se actuaba sobre una tradición constructora ya muy asentada a comienzos del siglo XVIII, pero con la seguridad, por parte de diseñadores y constructores, de que mejoras aparentemente marginales en uno u otro sentido, podrían ser decisivas en el transcurso de sus misiones, al proporcionar ventajas sobre el enemigo o sobre las condiciones del mar y vientos.

Igualmente, las grandes potencias navales de entonces, en casi continuo enfrentamiento, estaban muy atentas a las innovaciones y mejoras logradas por el resto y, como era de esperar, el espionaje industrial y el detenido análisis de lo conseguido por una u otra, eran obligados.

Y la evolución del diseño, por más que ahora nos parezca escasa, con los nuevos cálculos, los experimentos, las comparaciones y los juicios sobre lo conseguido, fue constante en todos los años que García-Torralba estudia, así como las polémicas entre unos y otros constructores y unas y otras escuelas.

Estamos seguros que tales investigaciones, tan importantes para todos los que valoramos la mar, los barcos, los hombres que los construyeron y los que los tripularon, serán como éste, no sólo grandes aportaciones en estos aspectos, sino una globalmente decisiva para la Historia de España, y para la conservación y adecuada interpretación del enorme patrimonio subacuático de un país que, no lo olvidemos, tiene como símbolo nacional la bandera que Carlos III adoptó para su Real Armada.

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