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Náufrago voluntario: la hazaña de Alain Bombard

Náufrago voluntario: la hazaña de Alain Bombard
Luis Español el

En el otoño de 1952 el doctor Alain Bombard realizó un arriesgado experimento de supervivencia, navegando desde Canarias al Caribe en un bote salvavidas

(álbum de 1958)

En un Espejo de Navegantes, la palabra naufragio es junto a tiburón otro término maldito del que no podemos prescindir. Desde la Odisea hasta las aventuras de Tintín pasando por las Mil y Una Noches o el Robinson Crusoe, la literatura universal y sus secuelas cinematográficas se adornan con incontables naufragios y robinsones. Ya tratamos en su día de un náufrago famoso, el Capitán Grant de Julio Verne, que pretendía fundar una nueva Escocia en los mares del Sur; y Javier Noriega nos habló en otra ocasión del espantoso naufragio de La Méduse. Los náufragos son todos involuntarios pero existe una admirable excepción, la del doctor Alain Bombard (1924-2005), el náufrago voluntario por antonomasia,  modelo de científico y navegante que cruzó el Atlántico, desde Las Palmas hasta el Caribe, en una modestísima embarcación a la que llamó “L’Hérétique”.

La muerte de cincuenta mil náufragos al año

En la primavera de 1951 Alain Bombard era un joven médico recién graduado, con experiencia en navegación; también era un valiente y robusto deportista que se había cruzado el canal de la Mancha a nado. Estando de guardia en su hospital, tuvo ocasión de asistir a las consecuencias de un naufragio en el importante puerto de Boulogne, su ciudad natal.  Se trató de un incidente en apariencia poco aparatoso: un arrastrero que encalló contra el inmenso espolón Carnot.  El accidente costó la vida a 43 marinos. Bombard nunca olvidaría la llegada de aquellos 43 cuerpos al hospital, ni la impotencia que sintió al no poder reanimar a ninguno…
En aquel tiempo, el mar se tragaba doscientas mil vidas al año. Bombard estudió la forma de reducir tan siniestra estadística. La cuarta parte de esas muertes correspondía a personas que habiéndose salvado inicialmente del naufragio por medio de botes o balsas improvisadas, morían más tarde tras espantosas agonías, generalmente por falta de agua dulce.
Bombard postuló que si bien la cantidad de agua de mar que el ser humano puede beber sin sufrir daños renales es muy limitada, a  falta de agua potable una dieta a base de jugo extraído de los peces que se fueran pescando y pequeñas cantidades de agua de mar, permitirían  la supervivencia de un náufrago durante varios días. Además, si el náufrago dispone de una fina red para el plancton, podría obtener unos gramos de esa importante fuente de vitamina C, conjurando el peligro del escorbuto.

Una singladura de 65 días

La Méduse, vista por Géricault

Para poner a prueba su teoría, Bombard realizó varios experimentos en la costa atlántica francesa y en el Mediterráneo.Finalmente optó por efectuar -sin haber cumplido los 28 años- una larga travesía en solitario en un bote de goma que le llevó primero de Tánger a Casablanca y de ahí a Las Palmas. El 19 de octubre de 1952 dejó el Puerto de la Luz y no volvería a tocar tierra hasta llegar a la isla de Barbados, en el Caribe. Ese último trayecto supuso 65 días de singladura en total soledad, interrumpida sólo una vez por su subida al cargo Arakaka en que fue muy amablemente acogido y en que cometió la tontería de realizar una opípara comida que tuvo, tras cincuenta días de dieta,  muy desagradables consecuencias.

Un valioso testimonio

Lo más interesante del experimento de Bombard es la importancia que dio al lado sicológico. La despesperación mata al náufrago más deprisa que la sed. Bombard refleja con encomiable sinceridad sus propios errores, como su equivocación a la hora de determinar su posición; también detalla errores de los “manuales para náufragos”, toda esa literatura más o menos científica acerca de los animales que se veían en proximidad de una costa. El médico francés nos habla de la realidad e irrealidad de los vientos alisios, nos proporciona detalles acerca de la higiene y alimentación, el uso del tiempo a bordo, la importancia de reparar una vela desgarrada y proporciona acertados consejos a la hora de elegir cómo abordar una costa desconocida tratando de adivinar la presencia de escollos y arrecifes. Su trabajo  constituye todavía un valiosísimo testimonio de la capacidad humana para sobrevivir con limitados recursos cuando la suerte acompaña los conocimientos y la determinación. Bombard mostró que el mar era el remedio del mar, y que en los peces, en el agua y en el plancton podían encontrarse, a falta de otra cosa, el alimento y la bebida necesarios para aguantar.

Géricault, revisitado por Uderzo

El balance de la machada de Bombard y de las privaciones que tuvo que soportar, es que perdió veinticinco kilos y acabó con una anemia importante, pasando de 5 millones de glóbulos rojos al salir a 2,5 millones de glóbulos rojos al llegar. Sufrió una dermatitis, perdió las uñas de los pies y experimentó una agotadora diarrea que duró dos semanas.  Pero sobrevivió, que era de lo que se trataba, y no entró en el Cielo de los Héroes hasta medio siglo más tarde, el 19 de julio de 2005.

Utilidad de una hazaña
El criterio que debe regir nuestra valoración de una hazaña es el de la utilidad. Si superar una prueba o sostener un desafío sirve para abrir nuevas rutas o para hacernos más sabios, bienvenido sea; si permite encontrar nuevas especies, descubrir paraísos perdidos, poner en contacto miembros aislados de la gran familia humana, o demostrar una teoría histórica, pues fantástico. Pero sin duda la hazaña más valiosa es la que más vidas salva, puesto que la vida humana es, sin discusión, el bien más valioso. Ejemplar, útil y salvadora de quién sabe cuántas vidas fue la arriesgada travesía de Bombard. Su obra Naufragé volontaire (1953) fue un éxito editorial, siendo aquel mismo año traducida por Francisco Payarols y publicada por Labor. La última versión española, del editor José J. Olañeta (1999) tiene ya tres lustros a cuestas y sería interesante que un testimonio tan valioso volviera a estar a disposición del público.

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