Ahora, cuando vamos a conmemorar el 450 aniversario de esta crucial batalla, conviene reflexionar sobre su importancia y significado.
Desde hace mucho se viene discutiendo el carácter de Lepanto como victoria decisiva. Para nosotros queda claro, pues significó el fin de la armada otomana como instrumento ofensivo y el alejamiento del peligro de una invasión de la Europa del sur (en el mejor y más limitado de los casos previsibles) por dicho imperio. También supuso el comienzo de la decadencia otomana, aunque ésta se prolongara todavía durante siglos, al impedir su acceso a nuevas vías marítimas, lo que resultó decisivo en la era del comercio trasatlántico, verdadero motor de desarrollo desde entonces a la época actual en todos los órdenes.
Es bien cierto que, gracias a los inmensos recursos de su imperio, el poder otomano consiguió reconstruir su flota, pero, destruida la confianza en ella, ésta sirvió fundamentalmente en lo sucesivo para propósitos defensivos, intentando asegurar su dominio en el Mediterráneo oriental, y con resultados medianos como prueban desde nuevas derrotas como Celidonia en el siglo XVII a las correrías corsarias del famoso capitán Contreras en el Egeo y costas del Oriente Medio.
Además y desde entonces, su poder naval fue incapaz de seguir adecuadamente los nuevos desarrollos técnicos y tácticos que se produjeron en los buques y en su armamento.
Es cierto que no pasó lo mismo o en igual medida con sus ejércitos, pero en escenarios y contra enemigos bien distintos, en la Europa central, con la intentona sobre Viena a fines del siglo XVII.
Cabe imaginar lo que hubiera supuesto una expansión otomana por las penínsulas Itálica e Ibérica a fines del siglo XVI y en muchos órdenes. No sería el menor lo que hubiera significado respecto a la exploración y colonización del planeta por los ibéricos: en América, África, el Índico y el Pacífico…
Por otro lado, efectivamente, la explotación por parte de la Liga Santa de su éxito en Lepanto fue mínima, debida entre otras muchas causas al deseo veneciano de conseguir la paz casi a cualquier precio y al realismo de Felipe II, enfrentado a otros muchos problemas en otros frentes de lucha, y que sabía utópicas las propuestas de atacar la misma Constantinopla o liberar Tierra Santa. Al final se dio por más que satisfecho con la destrucción del poderío naval otomano y el fin de esa amenaza.
Todos tenían buenos motivos para no continuar la guerra: en la Liga, Venecia no fue un aliado más que circunstancial y problemático, y en cuanto a España, se era muy consciente de que el nuevo reto estaba en Europa y el Atlántico, donde se volcaron sus fuerzas desde entonces. Hubiera sido deseable dar un buen golpe a la piratería norteafricana, pero había cuestiones mucho más importantes y hasta decisivas, y por eso se llegó a una tregua que no hizo sino confirmar los resultados de la victoria.
De hecho, Felipe II sólo pudo dedicar sus esfuerzos al Mediterráneo una vez derrotada Francia y antes de que la sublevación de Flandes se complicara con la intervención inglesa, se produjera la vacante en el trono de Portugal, y con la preocupación creciente de asegurar la llegada de los galeones de Indias y de la situación en Europa. En aquellos años, desde 1560 a 1573 como mucho, obligó a los territorios de su monarquía a hacer un enorme esfuerzo para enfrentar la amenaza que suponía la armada otomana, esfuerzo industrial y económico sin parangón con los que hizo en el mismo escenario su padre, Carlos I, y aún sabiendo que las galeras que construía no le servirían en los otros escenarios de lucha oceánicos. Y que ese esfuerzo fue agotador, lo confirma su bancarrota de 1575.
Pero con dicho esfuerzo se consiguieron las mejores galeras del Mediterráneo, las “ponentinas” o hispanas, las mejor pertrechadas, armadas y tripuladas, y aún sobró para elevar el nivel de la flota veneciana, fuerte sólo por el número de sus embarcaciones, y, al mismo tiempo, desarrollar una táctica que se reveló demoledora contra los turcos y berberiscos, más apegados a fórmulas tradicionales.
Con ese instrumento, forjado en aquellos años de relativa tregua en otros escenarios, se consiguió frenar la marea otomana en Malta, hecho casi tan decisivo como el propio Lepanto a la luz de los acontecimientos subsiguientes, y aplastar definitivamente dicha amenaza seis años después en la gran batalla naval. Eso sin olvidar el gran error de Selim II al no aprovechar la rebelión de los moriscos españoles, lo que hubiera llevado su imperio a las Columnas de Hércules y le hubiera permitido asomarse al Atlántico, conquista que hubiera trastornado por entero la historia mundial.
Tal vez Venecia ansiara recuperar sus posesiones perdidas, o en el Vaticano se soñara con nuevas cruzadas, pero para el muy realista rey de España, lo conseguido en Lepanto era todo o casi todo lo que él deseaba.
No era época ya de cruzadas, como advirtió repetidamente Felipe II a su sobrino Don Sebastián, rey de Portugal, intentándole disuadir de su descabellada empresa de conquistar Marruecos que acabó en el desastre de Alcazalquivir. El rey español tenía además el recuerdo de su padre para saber lo que costaba una empresa ofensiva, e incluso en caso de victoria, lo caro en hombres y dinero que resultaba mantener un enclave en esas tierras. Si ésto era así en Argelia o Túnez, casi a la vista de las costas españolas o italianas, cabe imaginar lo que hubiera supuesto en Grecia o en Oriente Medio.
Y muchos que aducen que Lepanto no llevara a esa expansión para rebajar la importancia de la victoria, seguramente serían los primeros en criticar ese esfuerzo como propio de un imperialismo tan desmesurado como inútil.
Tal vez esa falta de explotación del éxito sea justamente el mayor timbre de gloria de Lepanto como batalla: se trató exclusivamente de una victoria defensiva. Y lo fue contra un enemigo muy capaz de haber acabado o puesto en serios aprietos a la Europa de entonces, que forma parte decisiva, no lo olvidemos, de las raíces de la actual, y de buena parte de la del resto del mundo.
Sin Lepanto, es muy posible que las penínsulas Itálica e Ibérica hubieran seguido, en mayor o menor grado, la trágica suerte de la Balcánica. Y, por todo lo que sabemos, la idea y la realidad de Europa, tal y como hoy la conocemos, es difícil que hubiera podido superar tal hecho y, seguidamente, protagonizar su expansión por todo el mundo.
Editorial Almuzara S.L. (Sekotia)
ISBN 978-84-18757-49-S
329 pp.
ÍNDICE
Presentación por el Almirante Juan Rodríguez Garat
Prólogo por D. Hugo O’Donnell y Duque de Estrada
Introducción
Capítulo I.- El Imperio Otomano frente a Europa.
Capítulo II.- El emperador Carlos y el sultán Solimán.
Capítulo III.- Barcos, armas y hombres.
Capítulo IV.- Una lucha sin esperanza.
Capítulo V.- El asedio de Malta.
Capítulo VI.- Aliados a la fuerza.
Capítulo VII.- La campaña de Lepanto.
Capítulo VIII.- La más alta ocasión que vieron los siglos.
Capítulo IX.- El declive de la amenaza.
Conclusión.
Apéndice I.- La flota cristiana en Lepanto.
Apéndice II.- La flota otomana en Lepanto.
Apéndice III.- Un soldado llamado Miguel de Cervantes.
Bibliografía.
Índices.
Otros temas