“Ahora que ha aparecido uno de los barcos naufragados de John Franklin, los escoceses pensarán cuidadosamente lo que votan en el referéndum de independencia”. La frase, que es una broma, una “boutade” de un amigo cercano, encierra una verdad. Se refería al hallazgo de un pecio mítico: uno de los barcos de la expedición perdida en 1846 que partió un año antes por encargo del Almirantazgo inglés con la misión de explorar el Paso del Noroeste, la ruta que los británicos trataron de hallar durante siglos para llegar al Pacífico evitando los malos encuentros con naves holandesas, francesas y españolas. En ella murieron sus 129 tripulantes.
Lo cierto es que las luchas de poder, las aspiraciones de los Estados y otros achaques no son reliquias de la era colonial. La contemplación de cómo Canadá quiere convertir este pecio en un peldaño para sus altas ambiciones territoriales y energéticas en el Ártico casa mal con nuestra idea de patrimonio cultural, entendido como vestigio de un pasado que pertenece a la humanidad. Y merece nuestras atentas reflexiones. No es la primera vez ni será la última. En las encrucijadas de la historia la cultura tiene un protagonismo que no nos gusta ver ni valorar. Está muy estudiado cómo la CIA fue el verdadero ministerio de Cultura de la posguerra mundial cuando en apenas tres años supo trasladar la capital cultural del mundo de París a Nueva York, o cómo ayudó a la publicación de “Doctor Zhivago” porque el Nobel de Pasternak era mejor que cualquier herida militar o diplomática. Vemos estos días cómo Grecia impulsa la excavación a toda marcha de la tumba de Amfípolis, interesada como está en dejar claro que Macedonia es griega y que en el Norte de su pasado persiste la grandeza de Alejandro.
Ahora volvemos al Norte del presente. Canadá se ha adelantado y, a medida que el cambio climático derrite el Ártico, el Paso del Noroeste y los campos de gas y petróleo que duermen en el fondo del mar bajo el Polo Norte se han convertido en bazas estratégicas que enfrentan a cinco potencias… por lo menos. Y en el centro de todo, y no es casualidad, ahora hay un pecio muy famoso, fotografiado por el sónar de barrido lateral de Parques Canadienses. Tal vez esa es la primera razón por la que el anuncio del hallazgo del barco de Franklin lo hizo el mismísimo primer ministro Stephen Harper.
Darío Valcárcel, director de “Política Exterior”, citaba el pasado domingo en la Tercera de ABC a “The Economist” al hablar de la “paranoia geopolítica” de Vladimir Putin. El presidente ruso estaría obsesionado con recuperar terrenos perdidos en la Guerra Fría, como hemos visto en Crimea o Ucrania. Y añadía que, aparte de mantener un ojo en Polonia y las repúblicas del Báltico, está decidido a tomar cartas en el asunto del Ártico. Decía: “Del Ártico no se habla, pero se hablará”.
Hablemos. Aunque ciertamente Crimea o Ucrania no son como el Ártico. Allí todo es más… complicado.
Rusia está militarizando de nuevo ese territorio y construye ya una base en la Isla de Wrangel, cerca de la frontera con Alaska de acuerdo con informaciones confirmadas por Smithsonian, porque, como ha publicado “The Moscow Times”, “Putin contempla el control del Ártico como un asunto de intensa preocupación estratégica”.
El creciente deshielo y la apertura de nuevas rutas mercantiles en superficie se mezcla con otro conflicto en el lecho marino donde se encuentra una de las zonas mineras y petrolíferas más prometedoras de la Tierra, una región virgen en la que se calcula que espera un cuarto de las reservas mundiales de gas y crudo, aparte de otros minerales. El problema es que el Polo Norte está bajo la capa de hielo, más allá de las 200 millas (370 km.) de cualquier zona de influencia económica. El polo está a más de 700 kilómetros de la tierra más cercana y bajo 4000 metros de agua, buena parte congelada. Si a ello le sumamos la oscuridad, las temperaturas reinantes y los temporales insufribles, tenemos un buen dibujo del problema. Como dice el especialista en geopolítica Michael Byers, por boca de Putin, “en el Ártico no puedes sobrevivir si estás solo”.
Pero la era de tratados (desde el oso polar al carbón) que floreció con el final de la guerra fría puede estar llegando a su fin. No están solas las potencias, pero ya no van juntas porque demuestran ambiciones desatadas. Si Putin militariza la zona y llega a poner banderas nacionales en el fondo del mar más allá de las 200 millas como hizo en 2007 para tomar posesión del lecho marino del Polo Norte, es porque todo ha cambiado.
Todo menos el Lomonosov Ridge, la inmóvil cresta submarina de miles de kilómetros bautizada con el nombre del gran geógrafo ruso. Esa es la clave. Una cadena montañosa en el fondo del Polo que atraviesa desde Canadá hasta Rusia y que ambas potencias toman como la continuación de su propia plataforma continental. Para unos es continuación de Eurasia. Para otros de Groenlandia. Ambos podían tener razón, puesto que las orillas estuvieron unidas en el pasado remoto. Pero según la ley internacional, las aguas del Polo Norte son internacionales. Aun así, las potencias pueden extender sus pretensiones de soberanía a los recursos del lecho marino. ¿Y qué tiene todo esto que ver con el desvencijado pecio de John Franklin hallado en el Paso del Noroeste? Muchísimo.
Desde que llegó al poder el premier canadiense Stephen Harper ha tratado de reactivar una retórica histórica muy enraizada en Canadá: el hecho de que el Polo Norte es parte de la mitología nacional. Según afirma el citado experto en geopolítica, Michael Byers, en “The Globe and Mail”, Canadá está en estos momentos enviando dos rompehielos al polo para exploraciones científicas sobre el fondo. Al tiempo, ha anunciado el hallazgo del navío perdido en 1846 durante la exploración del Pasaje del Noroeste: “Hemos resuelto uno de los más grandes misterios”, dijo el político con entusiasmo.
La noticia dio la vuelta al mundo y por ello Harper ha logrado introducir el mensaje de que Canadá está ligado históricamente al Ártico con todo derecho. Su frase exacta durante la rueda de prensa no deja una sola duda al respecto: “Este es uno momento verdaderamente histórico para Canadá. Los barcos de Franklin son una parte importante de la historia canadiense, ya que en aquella expedición, que tuvo lugar hace casi 200 años, subyacen los cimientos de la soberanía de Canadá en el Ártico”.
Ni que decir tiene que Canadá no existía hace 200 años, ya que nació como confederacíon en 1867. Sin embargo, utilizado de este modo subalterno el patrimonio, se mediatiza la ciencia, porque el político quiere que el pasado aporte una perspectiva interesada del presente y de un futuro que trata de justificarse. Casi todos los mitos fundacionales reivindicados hoy con pasión política ocultan intenciones similares. Harper ha dedicado ya cientos de miles de dólares en las varias expediciones que han precedido a la actual que halló el barco naufragado de Franklin. Entre los donantes que han compartido los gastos se encuentra uno de los fundadores de Blackberry, Mike Lazaridis, según se ha publicado en diferentes diarios de Canadá.
Se dice que el primer ministro está obsesionado con la expedición de Franklin. En su despacho, según publicó el “National Post”, existe una lata de comida que era parte de las vituallas de aquellos malhadados exploradores, y también una etiqueta descolorida de un bote de sopa de buey y algunos fragmentos de madera que pudieron pertenecer a uno de los barcos de Franklin.
Tiene todo el sentido que Canadá reivindique el pasado de su tierra, que comparte con Gran Bretaña, y la integridad de su territorio ártico que nadie pone en duda. Pero la perspectiva de que el mítico Pasaje del Noroeste se descongele y se convierta en una ruta comercial pujante ha cambiado esas aspiraciones. Una portavoz de la embajada canadiense en Washington ha declarado recientemente a “The Guardian” que “nadie disputa el hecho de que las aguas de las rutas que conforman el Pasaje del Noroeste son aguas canadienses”.
Pero esto es falso. Estados Unidos disputa ese argumento de raíz. Para el Gobierno de Washington, el Pasaje es un estrecho internacional. La desavenencia entre ambas naciones parte de la era Reagan, que se negó en 1985 a solicitar permiso para que sus rompehielos navegasen por el Pasaje (caso USCGC Polar Sea). El poquísimo tráfico habido desde entonces en una zona que permanece casi todo el año helada impidió que las cosas llegasen a mayores. Pero eso ahora también ha cambiado y la querella se descongela con el calentamiento global.
La posibilidad de utilizar el Pasaje como una ruta lucrativa coincidiendo con las mejores en el canal de Panamá han tentado al Gobierno de Harper. Si el cambio climático continúa como hasta ahora, según la inteligencia naval estadounidense citada por “The Guardian”, el Pasaje va a transformarse radicalmente en los próximos años. En 2012 nunca cayó del 40% de hielos. En 2025 habrá 8 semanas en las que el hielo estará entre el 10% y el 40%. Y en 2030 todavía habrá un mayor deshielo, alcanzando un nivel máximo del 10%. Está claro que las potencias del Ártico tienen interés en mirar con optimismo algunos aspectos del calentamiento global. Lo mismo que sobre el Pasaje se puede pensar de la capacidad de explotación de recursos en un Ártico que se derrite.
Pero la ley internacional no permite a Canadá pensar que algún día tendrá el Polo Norte, que por la equidistancia de fronteras extendida más allá de las 200 millas caería del lado danés. Como prueba de su interes prioritario sirve decir que Canadá reaccionó a la colocación de la banderita rusa bajo el Polo en 2007, cuando una fuente diplomática afirmó que “esto ya no es el siglo XV, no puedes ir por el mundo poniendo banderas”.
No es probable que los escoceses cambien su voto en el referéndum de la independencia del Reino Unido por la aparición del barco naufragado de uno de sus marinos más célebres y desdichados, pero a buen seguro añorarán durante unas horas la grandeza imperial británica al recordar esta historia de exploraciones extraviadas, una grandeza que comparten desde los albores del siglo XVII.
Toda esta nueva Guerra Fría en torno al Polo nos lleva a plantearnos cuál es el papel de la cultura y el patrimonio en los momentos en los que el poder político quiere utilizarlos para sus juegos de tronos y de yacimientos de crudo a futuros. Es triste que los pecios de quienes dejaron la vida en una misión como esta no puedan descansar en paz. Fueron enviados por potencias antiguas y las potencias actuales parecen dispuestas a despertarles de su sueño eterno con el fin de que den testimonio por las ambiciones energéticas o de dominio de los gobernantes.
Triste destino si además pensamos que una vez que se desate la pugna energética y de soberanía en el Ártico nada impedirá que una batalla idéntica se traslade a la Antártida. Allí también hay pecios esperando a las naciones para justificar sus ansias de poder, de influencia y de otros hidrocarburos.
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Solo una coda final, de carácter patrimonial. No está en la mano de los arqueólogos y los gestores del patrimonio cruzarse en los caminos imperiales de Putin, Harper, la Reina de Inglaterra o Barak Obama ni en sus ambiciones en el Ártico. Pero lo cierto es que no se puede estar ciego ante ese valor estratégico del patrimonio. Comprender esto resulta, sin duda, esclarecedor. ¿Por qué si no las empresas cazatesoros cultivan tanto los despachos donde el poder toma sus decisiones, los lobbies de influencia? Sencillamente porque tienen claro el valor estratégico, además del monetario, que es de lo que siempre les acusamos. Pero un gestor inteligente, un arqueólogo con ganas de acabar con determinadas incurias, debería presentarse como el único garante de que, una vez hecha la aproximación al patrimonio, su interpretación es válida, científica, lo mismo que su valoración y divulgación. Deberíamos dejar claro a quienes toman decisiones que manejar estos asuntos sin esa base los convierte en un boomerang que a la postre puede estallar en las manos y destruir tanto la misión intangible propia del patrimonio (su potencialidad humanística y científica, su conciencia y su atracción hacia un pasado compartido) como la misma intención particular del político. En el fondo, y nunca mejor dicho, sabrán que tenemos razón.
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