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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Veranos y ferias

Veranos y ferias
Silvia Nieto el

Un amigo que estudia fuera pero que vuelve a su pueblo de la infancia para pasar las vacaciones me mandó hace unos días varias imágenes que había tomado en la feria de Ciudad Real. Vista con los ojos del adulto, lo que de niño le había parecido un paisaje natural se había convertido en un espectáculo digno de análisis: admitía que contemplaba fascinado a la gente que se subía a las atracciones y también a la que se reunía en las casetas, y parecía que las fichas para el «pulpo», esas pequeñas piezas de plástico duro y de colorines, desperezaban la memoria como la magdalena en la obra de Proust. La electrorrumba, muy en auge en los noventa, y cuyo máximo exponente fue Camela, se unía al griterío y completaba el cuadro de ese ambiente kitsch, alegre y palpitante de un absurdo maravilloso. Fantaseamos con el choque cultural que causaría enviar a los formales habitantes de la ciudad en la que ahora vive a un lugar así.

Hace unas semanas, en Ginebra, me di unos cuantos paseos por el casco histórico de la ciudad. Antes de subir hasta su corazón, que preside la catedral de San Pedro, los bulevares que cruzan los tranvías acogen tiendas de lujo, muchas de ellas de relojes y joyas; recuerdo haber observado un reloj con una esfera que me hubiera encantado tener de niña, porque las horas eran sustituidas por nubes y las agujas por un pajarito que sobrevolaba ese cielo mecánico. Un vistazo a los coches, y lo digo yo, que no soy precisamente docta en el tema, devolvía de inmediato la certeza de que en esa ciudad es casi sinónimo de dinero. Igual que los lujosos hoteles que bordean el lago Lemán, coronados por publicidad de marcas prohibitivas.

Durante una de mis andanzas en Ginebra, mientras me dirigía al embarcadero de Molard, me sorprendió el bullicio que se había apropiado del paseo del lago. Me acerqué a husmear y observé maravillada que varios operarios se esforzaban en montar las atracciones de feria, que supe reconocer con mi ojo entrenado de habitante de ciudad pequeña y por haber sido una niña que veraneaba en un pueblo: allí estaban el «gusanito», una especie de tren; la «olla», que tiene la forma de ese objeto de cocina y que zarandea a sus ocupantes, y el «barco pirata», que presidía la cara de Penélope Cruz caracterizada como su personaje en la famosa película de Hollywood. Unos días más tarde, con todo puesto en marcha, volví a acercarme para investigar y constatar que no había tenido una alucinación. En la caseta del «Break Dance», algo así como el «pulpo», un cartel advertía a los pasajeros de que no podían fumar a bordo ni subirse bajo los efectos «del alcohol o de estupefacientes», y les sugería «cerrar sus bolsillos». Los coches de choque, siguiendo el espíritu de una ciudad que acoge una de las sedes de las Naciones Unidas, iban coronados por banderas de varios países. De fondo, el apacible lago Lemán y los hoteles y las tiendas de lujo —recuerdo una dedicada a la venta de barcos— causaban un fuerte contraste con el espectáculo que tenía lugar a su alrededor.

Los veranos son una época muy propicia para el recuerdo. Muchos, y me incluyo, vuelven a los lugares en los que descansaron en su niñez, y experimentan a través del recuerdo la misma alegría de la que disfrutaron entonces. La casa de mis abuelos está en un pequeño pueblo de la Alcarria. Antes de llegar, a veces nos detenemos en otro pueblo un poco más grande, donde se pueden hacer unas compras. Allí, en julio, descubrí un cartel donde se denunciaban los tejemanejes en una asociación donde se juega al bingo. Una facción denunciaba a la contraria con fiereza: «No estamos en la época del NAZISMO ”YA ESTÁ BIEN”», se leía literalmente en el documento, que la verdad es que me hizo muchísima gracia. Más tarde, en un supermercado, una señora analizó con el salero de la zona el concierto de Operación Triunfo que se había celebrado en Madrid el día anterior.

Cuando vuelvo al pueblo y me reencuentro con mis amigos, solemos recordar lo que hacíamos de pequeños. Los días consistían en montar en bicicleta, recorrer el campo, fantasear con construir cabañas o con encontrar —es una anécdota muy tonta— cráneos de dinosaurio. También en otras estupideces que no voy a mencionar por pudor y por miedo a que nos caiga alguna bronca. Recuerdo una noche que hubo un apagón y no se veía absolutamente nada. Y también otra de tormenta, jugando a las cartas con mi hermana. El paisaje es de trigo sin trillar y chopos. Nunca, en ningún otro sitio, he visto las estrellas del cielo brillar así.

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