Fue en los albores del siglo XXI cuando la vieja capital del imperio austriaco, la ciudad más conservadora de Europa, la cuna del vals y del romanticismo, decidió un buen día salir del armario y vestir sus mejores galas rosa para convertirse en la capital europea del Orgullo Gay. Y a fé que lo hizo con todo el glamour de las grandes ocasiones.
Muchos ya lo veían venir. Los signos de los tiempos no presagiaban nada bueno. En la época del tercer Reich, Hitler había obligado a los católicos a pagar un impuesto adicional para la Iglesia. Desde entonces, con cualquier tipo de gobierno, los católicos austríacos nunca dejaron de contribuir con orgullo al mantenimiento de su clero. Pero a finales del siglo XX un promedio de treinta a cuarenta mil fieles abandonaban la Iglesia cada año para ahorrarse el diezmo. Y es que las cosas ya empezaban a no ser como antes en Austria: las nuevas leyes comunitarias prohibían las tradicionales cuentas numeradas anónimas, enseña del país. Por si esto fuera poco, otra de las grandes instituciones vienesas, la Escuela Española de Equitación, acabó siendo privatizada. Y muy pronto los gays vieneses comenzaron a hablar con desparpajo del Eurorgullo y planearon recorrer sin complejos los templos del dinero, la sabiduría y la política, paseando su orgullo transgresor por la Bolsa, la Universidad, el Ayuntamiento y hasta el propio Parlamento del país. Así, una festiva marcha del Arcoiris desfiló un día sin recato por Ringstrasse, la más emblemática e impresionante avenida de la ciudad.
Se estimó entonces que la desinhibida fauna de gays, lesbianas, bisexuales y transgénero que se dieron cita aquel verano en Viena rondaría el medio millón de individuos, una cifra que no pasó desapercibida a los ojos, siempre avizor, de los responsables de la promoción turística de la ciudad, que apoyaron sin reservas los actos y diseñaron para la ocasión un eslogan que dio mucho que que hablar: “Viena se hace gay”, mientras se frotaban las manos ante la invasión de nuevos consumidores que llegaban desde todos los rincones de Europa. Y es que a los austríacos nunca les ha importado el color del dinero. Verde, negro o rosa, siempre ha sido bien acogido para llenar sus arcas.
El centro donde tuvieron lugar los actos más significativos de aquella convocatoria fue el señorial Parkhotel Schönbrunn, construido a principios de siglo por el emperador Francisco José I para alojar a sus invitados. El editor de la revista especializada “G”, Robert Priewasser, me aseguró por entonces que el hijo del emperador, el archiduque Ludwig Viktor, ya fue en su época un reconocido homosexual, a quien sus amigos llamaban tiernamente “Luziwuzi”. Para ilustrar sus conocimientos sobre la historia gay del imperio, Priewasser se propuso organizar tours especiales que comenzarían en el Palacio de Belvedere, residencia de verano del príncipe Eugenio de Saboya, quien, en sus palabras, “fue el primer y más fabuloso gay en la historia de Austria”. Después, se visitaría, en Kettenbrükengasse, 6, la casa donde murió de sífilis el gran compositor Franz Schubert. Según Priewasser, la enfermedad la contrajo en la única relación sexual que mantuvo con una mujer en toda su vida. La famosa Opera de Viena también cuenta con su tragedia rosa. Al parecer fue construida por una pareja de arquitectos gays, Eduard van der Nüll y August Sicard von Siccardsburg. El primero se suicidaría porque la construcción de la avenida Ringstrasse deslucía la perspectiva de su edificio, y el segundo moriría “de amor” unas semanas más tarde.
En fin, que el asunto cuajó y hoy se viven exitosas réplicas de aquel incipiente Eurorgullo Gay en la mayoría de las ciudades de Europa. Excepto en Putinlandia, claro.
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