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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

¿Pero qué diablos es la cultura gnaua?

¿Pero qué diablos es la cultura gnaua?
Francisco López-Seivane el

En las últimas semanas me he referido unas cuantas veces a la música gnaua, que acaba de celebrar su festival anual en Essaouira y muchos han comenzado a darse cuenta de que Marruecos es bastante más que mezquitas, kasbas, zocos y alfombras. Entre sus múltiples singularidades, destaca por su hondura y significado lo que ha venido en llamarse cultura gnaua  (gnaoua, en francés. gnawa, en inglés), pero ¿qué diablos es la cultura gnaua? Nada menos que la memoria del esclavismo preservada en los ritmos de los tambores y los bailes herméticos, la gatera por la que los viejos esclavos traídos desde el África negra trataban de escapar, siquiera temporalmente, a su triste destino.

Las ‘Palomas del desierto’ interpretan su danza ritual al ritmo de los tambores y las castañas/ Foto: F. López-Seivane
Los movimientos son lentos y contenidos, con la mente interiorizada/ Foto: F. López-Seivane

Guiado por Mohamed, mi chófer berebere, llegué hasta el pueblo de Khamlia (pronúnciese ‘Jamlia’), no muy lejos de Merzuga, al borde mismo de las dunas que se extienden inacabables hacia oriente, precisamente de donde llegaron numerosos esclavos negros en el siglo XVI, comprados por los árabes. Tan al borde de la arena está Khamlia, que sus habitantes han tenido que construir un entramado de ‘corrales’, hecho con tallos de palma, para evitar que el avance del desierto termine tragándose las casas de adobe de una sola planta que constituyen lo que, más que un pueblo, parece una comuna. No es que estos descendientes de esclavos negros sufran algún tipo de discriminación en Marruecos, sino que están tan aferrados a su cultura y a su pasado que han decidido vivir juntos en un lugar remoto, en el que, unidos por su música y su cultura, se reproducen endogámicamente.

Un entramado de ‘corrales’ trata de evitar que la arena termine enterrando las casas/ Foto: F. López-Seivane

La primera diferencia que salta a la vista en cuanto uno se adentra en las polvorientas calles de Khamlia es el color de la piel de sus habitantes, negros en su inmensa mayoría. La segunda es que, en contraste con los berebere que habitan la región envueltos en sus túnicas y turbantes azules, éstos visten túnicas y turbantes blancos, otro elemento diferenciador que deja bien claro su afán de singularizarse y marcar diferencias. Quizá por ello se hacen llamar ‘Palomas del desierto’. Aunque no se aprecian a simple vista, es muy probable que haya algunos cultivos mínimos en los alrededores que contribuyan a la subsistencia de la comunidad, y seguramente algunas cabras, pero la impresión que yo saqué es que su principal fuente de ingresos es el folclore gnaua, que ofrecen cada día a los grupos de turistas que llegan en cantidades notables a su Centro Cultural. “El turismo tiene cosas positivas y negativas. Con la llegada de los turistas se ha detenido la emigración del pueblo, que se estaba quedando vacío de jóvenes. La otra cosa buena es que nos permite transmitir la tradición”, nos asegura Mohamed Oujeaa.

Un grupo de ‘palomas del desierto’ descansas entre actuaciones/ Foto: F. López-Seivane

Según me comenta más tarde el propio Mohamed, presidente de la ‘Asociación Al Khamlia para el Desarrollo, la Solidaridad y la Protección del Patrimonio gnaua’, en un sorprendente español, “nuestra música nace del sufrimiento de los esclavos, por eso se baila con las manos juntas, como si estuvieran encadenadas”. Es comprensible que en esa situación la única huída posible sea hacia dentro, algo que se revela en la actitud de los músicos, cercana al trance y totalmente ajena a su entorno. No es infrecuente en las larguísimas veladas amenizadas por el hipnótico ritmo de la percusión que haya músicos, o incluso espectadores, que entran una especie de estado catatónico, que los gnaua creen curativo de algunas enfermedades y capaz de expulsar espíritus malignos. Hay mucho en común en el gnaua con las tradiciones americanas que popularizaron los esclavos negros, como el candomblé, la capoeira o la ‘punta’ de los garífuna de América Central.

Las ‘castañas’ se hacen sonar con las manos juntas delante del pecho, como si estuvieran encadenados/ Foto: F. López-Seivane

 

El presidente de la Asociación, Mohamed Oujeaa, tocando una rudimentaria guitarra de tres cuerdas/ Foto: F. López-Seivane

Cada año, en la fecha previamente señalada por el consejo de ancianos de Khamlia, se celebra un festival llamado Sadaka, que significa ‘ofrenda’ o ‘dádiva’. La verdadera fiesta empieza mucho antes de los tres días señalados para el festival, cuando los distintos grupos musicales van de pueblo en pueblo y de casa en casa dando la serenata con sus instrumentos. En cada hogar reciben algo: comida, dinero, pan, dátiles, dulces… Con todas las dádivas recibidas se cocina un gran couscous para compartir con todos los asistentes en la jornada inaugural, muchos de ellos gnaua venidos de otras regiones de Marruecos. “Este festival no tiene comparación con el de Essaouira, que es muy comercial. En Khamlia está la auténtica esencia del gnaua y quien quiera descubrirla no tiene más remedio que venir aquí”, me asegura Mohamed Oujeaa.

Casi todas las casas tienen su propia hornera, donde se cuece el pan a diario/ Foto: F. López-Seivane
La masa se pega contra las paredes del horno y el resultado es una especie de torta muy esponjosa/ Foto: F. López-Seivane

Khamlia es un pueblo desolado y polvoriento de casas bajas de adobe, en el que no crece ni un solo árbol. Se asienta sobre el desierto y tiene cierto toque surrealista con las coloridas pinturas naif que adornan algunas fachadas. Es un lugar de hombres. Las mujeres apenas pasan como sombras silenciosas con sus velos de alegres colores cubriéndoles la cara o se introducen en las horneras semienterradas donde cuecen el pan cada día, mientras los hombres se agrupan con sus túnicas blancas a la espera de que lleguen los turistas. Hay más de sesenta músicos en la localidad y no hay familia que no tenga, al menos, un miembro en algún grupo. Como el flamenco, el gnaua ha sido salvado por el turismo. “No tenemos mar, me dice Mohamed, pero si la mayor playa del mundo. Las arenas llegan hasta Egipto”.

Coloridas fachadas que indican que la casa es el lugar de ensayo de algún grupo musical/ Foto: F. López-Seivane
Las mujeres ocultan su rostro en la calle/ Foto: F. López-Seivane

En un porche umbroso, muy cerca del local de las ‘Palomas del desierto’, un grupo de españoles escucha con arrobo a un hombre de buen porte y pelo plateado. Curioso, me acerco como quien no quiere la cosa y pego el oído. Se trata de Luis Pont, el alma y fundador del grupo Xaluca, que está contando las aventuras de su primer viaje a Marruecos. Me quedo tan fascinado con la historia que le pido una entrevista. Quedamos por la tarde en el Xaluca Erfoud, el primero de los hoteles de su cadena, donde, en presencia de su hija Eli, vuelve a dejarme boquiabierto con el relato de su vida. Ya no me queda espacio aquí, pero prometo contarlo la próxima semana.

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