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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Un día en el Monasterio de Vatopedi

Un día en el Monasterio de Vatopedi
Francisco López-Seivane el

Terminé mi última crónica a las puertas del monasterio ortodoxo de Vatopedi, donde había sido acogido, previa petición, para pasar una sola noche. En pensión completa, eso sí. El protocolo de cortesía monástica impone recibir a todo peregrino con un vaso de agua, unas pastas y un dedal de raquía, el aromático aguardiente local. Tras el ritual, me asignaron una habitación amplia y luminosa con tres camas, asomada a las azules aguas del Egeo. El cuarto de baño estaba al otro lado del distribuidor, siempre limpio y dispuesto. Enseguida apareció el padre Gregorio para hacerme saber en buen inglés que muy pronto se celebrarían Vísperas en la iglesia y se esperaba mi presencia. Curioseando por el patio, di con una inscripción en catalán agradeciendo los donativos ofrecidos por la Generalitat de Cataluña para la reconstrucción del edificio. ¿Sería como compensación por el saqueo que llevaron a cabo mercenarios catalanes en el siglo XIV?

La impresionante entrada al monasterio/fortaleza Vatopedi, en la costa occidental de Athos/ Foto: F. López-Seivane
Un fresco de la Anunciación adorna el frontispicio de la entrada a Vatopedi/ Foto: F. López-Seivane
Espléndida vista desde lo más alto del monasterio/ Foto: F. López-Seivane
Una lápida en griego y catalán agradece a la Generalitat de Cataluña el haber costeado la restauración de uno de los edificios de Vatopedi en el año 2005/ Foto: F. López-Seivane

La pared del pórtico de la iglesia, cubierta de frescos, parecía un manga de los evangelios. En el interior, oscuro y en forma de cruz, no había otra luz que la de numerosas velas. Milagrosamente di con una silla vacía y me senté sin remilgos. Frente a mí, una fila interminable de monjes clónicos iba besando con mucha unción una serie de iconos de la virgen. En el último, se descubrían reverencialmente antes de depositar su ósculo. Más de veinte minutos duró el paseíllo, todo hecho con gran pompa, prosopopeya y solemnidad. Después, los peregrinos recién llegados hicieron lo propio, mientras yo me limitaba a notariarlo. Los monjes se dividieron entonces en dos bandos, ocupando ambos brazos de la cruz. Se corrieron en ese momento las cortinas que ocultaban el iconostasi, auténtico sancta sanctórum de la iglesia, y comenzaron los cánticos, rezos y lecturas. Cada grupo de monjes cantaba por turno, como si de una competición se tratara. Embriagado por la magia del ambiente, el aroma del incienso y el poder de los cantos sagrados, caí en profunda meditación. Dos horas más tarde, salí el último de la iglesia, imbuido de paz interior y sin querer calcular las toneladas de oro y plata que pendían de los techos, los candelabros, incensarios, y alhajas que adornaban los iconos. Gregorio me esperaba para mostrarme en exclusiva las reliquias que guarda el lugar: el cinturón de la virgen, una oreja incorrupta de San Juan Crisóstomo y un pedazo de la cruz de Jesús. “¡Pero no se le ocurra sacar ni una foto, eh!”. No me atreví a decirle que ya había sacado algunas.

Típico comedor de un monasterio de Athos. Esta foto me la prestó amablemente un fotógrafo griego, cuyo nombre no recuerdo, ya que lamentablemente el abad en funciones no quiso darme permiso para sacar fotos en el interior del monasterio.
Esplanada frente a la iglesia, donde tuvo lugar mi breve encuentro con el padre Arsenio, abad en funciones/ Foto: F. López-Seivane
Vista general del patio interior del monasterio/ Foto: F. López-Seivane

No sabes cómo me hubiera gustado fotografiar esa iglesia, y esos monjes envueltos en la magia de sus cantos, pero no me permitían hacerlo sin permiso del abad. Las pocas que conseguí son las que saqué nada más llegar, antes de que me advirtieran de que estaba prohibido. Tras la cena -maravillosa, frugal, vegetariana, con sandías abiertas llenando de pinceladas rojas todas las mesas-, Gregorio se las arregló para presentarme al Padre Arsenio, abad en funciones, un hombre regordete que no podía ocultar la satisfacción de ser el centro de todas las cosas. El hombre me tendió una mano lánguida para que la besara. No lo hice. Me limité a tomarla e inclinar ligeramente la cabeza en señal de respeto. “Tu eres ateo, ¿no?”. Era más una acusación que una pregunta. Le respondí que no, que respetaba todas las religiones y tenía interés en saber más de la religión ortodoxa. Entonces es cuándo me recriminó tratar de comprender la esencia de esa fe en un solo día. Le recordé que no permitían a nadie quedarse más tiempo. También alabé su bastón, una pieza fantástica, lacada en negro, con la punta reforzada en oro y la empuñadura de marfil con incrustaciones de piedras semipreciosas. Me miró larga e inquisitivamente, como se mira a alguien con quien te has de medir. Ahí acabó la conversación. Sin soltar el bastón, se dirigió a su trono en el pórtico de la iglesia, donde todos los monjes y fieles que allí había, sin excepción, iban desfilando lentamente para postrarse a sus pies y besarle la mano. Todos menos uno.

Esta foto tan mediocre muestra el pórtico de la iglesia, donde tiene lugar cada día el besamos del abad/ Foto: F. López-Seivane

A la mañana siguiente di una vuelta al complejo, una auténtica fortaleza medieval con muchísimos parches arquitectónicos de diversas épocas. En Vatopedi, como en la mayoría de los monasterios de Athos, las grúas no dejan de funcionar ni un solo día, siempre hay trabajo renovando las viejas estructuras y creando otras nuevas y, a juzgar, por el parque de coches y camionetas y el trajín que se traen, el dinero no falta tampoco. Desde mi ventana veía la línea caprichosa de la costa y los campos que cultivan los monjes. Las posesiones y los tesoros de Vatopedi son incalculables. El monasterio era incluso propietario de la isla de Ammouliani, en el golfo de Athos, que cedieron a los refugiados que quedaron a la deriva en el Egeo tras la guerra turco/chipriota.

Vista de la cara este, la más cercana al mar, donde puede observarse una torre medieval que aún queda en pie, junto a otro edificio más moderno/ Foto: F. López-Seivane
Detalle de la vieja muralla exterior, sólo habitada en su parte más alta/ Foto: F. López-SeivaneVista de los campos y cultivos que posee el monasterio/ Foto: F. López-Seivane
Vista de los terrenos y cultivos que posee el monasterio de Vatopedi en Athos/ Foto: F. López-Seivane

Cada monasterio de Athos es un reino. Cada abad, un rey plenipotenciario. La democracia no forma parte del paisaje en un mundo de hombres en el que las mujeres no son admitidas, no porque supongan una tentación, como pueden pensar muchos, sino porque, como me aclaró un monje “un mundo sin mujeres es un mundo sin conflictos”.

Para más información sobre Athoswww.mountathosarea.org

Para dimes y diretes: seivane@seivane.net 

Las imágenes que ilustran este reportaje, han sido tomadas con una cámara Fujifilm serie X T10

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