Ya he explicado en alguna crónica anterior el sorprendente descubrimiento que una partida de buscadores de oro australianos hizo en en Papúa Nueva Guinea (PNG), cuando dieron con un sinfín de tribus desperdigadas por los vallejos de aquellas montañas selváticas. Llevaban más de cuarenta mil años viviendo ahí y ni siquiera sabían de la existencia de sus vecinos. Ese encuentro cambió radicalmente las ideas predominantes hasta entonces en lo relativo a la evolución de la especie humana. Así, hubo que admitir que la navegación había empezado muchísimo antes de lo establecido hasta entonces y que la agricultura también era infinitamente más antigua de lo que se creía y, desde luego, no tuvo su origen en Mesopotamia. El contacto inesperado con el hombre blanco dejó a aquellas gentes paralizadas, sin saber cómo reaccionar. En cierta forma, fue el principio del fin de su inocencia, ya que enseguida llegaron misioneros y comerciantes y muchas de esas tribus ya han perdido su idiosincrasia y apariencia primitiva.
Sin embargo, aunque muy escondidas en lugares de difícil acceso, aún se encuentran tribus incontaminadas, cuya visita requiere de los servicios de un buen guía conocedor del terreno y aceptado por los indígenas. En Goroka tuve la fortuna de dar con Norberto, un personaje que se me ofreció como guía y acompañante. Quedamos en salir al día siguiente “por la mañana”. A las cinco en punto ya estaba aporreando la puerta de mi habitación. El tío debía de tener contactos entre los guardias del hotel, si no, no me explico cómo se las arregló para entrar a esa horas en un lugar defendido como un fortín. Afuera nos esperaban dos policías armados hasta los dientes: nuestra escolta. Nos pusimos prontamente en marcha y llegamos a la aldea de Asaro con el sol todavía bajo.
Valió la pena el madrugón porque entre la bruma del amanecer y el humo de varias hogueras aparecieron de pronto en escena una serie de figuras que parecían provenir del más allá. Estos guerreros cubiertos de barro gris y con unas monstruosas máscaras de arcilla sobre sus cabezas conmemoran cada año su gran victoria sobre una tribu rival que vivía unos 20 kilómetros aguas abajo del río Asod. Los hechos ocurrieron poco antes de la llegada del hombre blanco en la década de los 40. Los guerreros de Asaro decidieron utilizar el miedo y la sorpresa en aquella batalla y atacaron al amanecer, ocultos tras sus máscaras y envueltos en el humo de numerosas hogueras. La estratagema dio resultado y sus enemigos quedaron paralizados por el miedo antes de huir despavoridos a la selva.
Entre las tribus de las montañas, las ofensas se dirimen a la vieja usanza, sin que la policía haga gran cosa para evitarlo. Las disputas y conflictos entre tribus están a la orden del día, aunque dejan al margen a los foráneos. A menudo se resuelven con acuerdos y compensaciones, pero nadie puede descartar una guerra tribal. Todas las tribus están armadas hasta los dientes y de vez en cuando, aquí o allá, se producen auténticas batallas campales con arcos y flechas, machetes, lanzas y escudos. Aunque ahora ya hay muchas armas de fuego, los médicos de la zona aseguran que siguen tratando muchas heridas de flecha.
Seguimos durante horas el extenso valle del Waghi, entre cafetales, colinas, vallejos y barrancas, avanzando lentamente por la infame Autorruta de las Tierras Altas, una de las escasísimas carreteras que hay en el país, hasta llegar, salvando baches sin cesar, a una especie de casa de turismo rural que nos ofrece abrigo, cierto confort, seguridad, luz, música y buena cocina. Durante la cena, Norberto me obliga a discutir largo rato sobre la hora de partida de la mañana siguiente. Finalmente, acordamos salir a las seis en punto, pero todo fue en vano. Para mi gran frustración, se levantó dos horas después de lo acordado, aunque creo haber dicho ya que los horarios no significan nada para esta gente.
Con el sol ya alto, llegamos a la aldea de Minj, donde los jiwaka preparaban un Sing Sing, un festival tradicional que ocupa todo el día e incluye danzas, representaciones, comida, etc. Lo más atractivo es ver los elaborados atuendos de gala que visten los indígenas en tales ocasiones y que incluyen vistosas plumas de ave del paraíso sobre la cabeza, coloridas alas de periquito a modo de pendientes, collares de conchas marinas y semillas de café en el cuello.
Las mujeres llevan, además, petos de piel de cuscus, un roedor endogámico, y faldas de fibras vegetales. Cuando llegué, toda la tribu llevaba horas acicalándose y aplicándose las características pinturas de arcilla que adornan sus rostros. En un claro de la selva, comienzan las danzas al rítmico sonido de los kundu, unos estilizados tambores con cintura y asa que portan con una mano y percuten con la otra. Tras los bailes rituales, una viuda hacía fuego frotando una cuerda sobre una astilla de bambú. En cuestión de segundos brotó la llama y alguien la portó cuidadosamente hasta un hueco excavado en el suelo y cubierto de piedras destinado a cocinar el mumu, la comida ritual envuelta en hojas de banano. Al final, el jefe me hizo entrega ceremoniosamente de un hacha de obsidiana, heredado de sus antepasados, una herramienta de la Edad de Piedra con la que se cortaban árboles hasta hace poco y que, curiosamente, también utilizaban los indios de América.
Hoy lo dejo aquí, pero pronto contaré la visita a Tari, el lugar más remoto de cuántos he visitado en mi vida.
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