Los perros del paraíso es el título de un estupendo libro histórico del veterano diplomático, querido amigo y excelente escritor argentino Abel Posse. Me viene al pelo para referirme al paraíso que un día descubrí en el Golfo de Tailandia y a sus singulares canes, los más extraordinarios del planeta.
La isla es del tamaño de Lanzarote, se llama Phu Quoc y pertenece a Vietnam, aunque los camboyanos, cuyas costas se encuentran a sólo cuatro kilómetros de distancia, no se cansan de reclamarla como propia cargados de razones y documentos. No hace falta ser un lince para entender que están en lo cierto, pero no quiero adentrarme en los vericuetos históricos del asunto, siguiendo el consejo de Baeta, que no se cansaba de repetirme en mis años en El Mundo: “cuando escribas de viajes, historia, la justa”.
Bien, en Phu Quoc, la isla de las noventa y nueve colinas (montañas, dicen ellos, pero no me atrevo a llegar tan lejos, teniendo en cuenta que la mayor no llega a los seiscientos metros de altura), el setenta por ciento del territorio lo constituye un intocable Parque Nacional que ha sido declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco. Abunda la selva virgen y las especies endémicas. Todo el perímetro de la isla, triangular, como un puñal que apunta al sur, está orlado de playas de arenas finísimas, muchas desiertas. De los ochenta y cinco mil habitantes que la pueblan, veinticinco mil son militares concentrados en el norte, como si esperaran cualquier día otro desembarco de los khemer rojos. Los demás, viven principalmente de la pesca.
Hace apenas unos años que acaba de ser abierta al turismo y ya cuenta con un buen número de hotelitos y algún hotelazo, más por la calidad que por el tamaño, como La Veranda (www.laverandaresort.com), un edificio colonial con porches y un lujuriante jardín que sólo se rinde en la linde misma de la playa, veinte kilómetros impolutos de arenas coralinas.
Tres cosas hay allí que hacen recordar la isla más allá de las apacibles vacaciones. Las plantaciones de pimienta, “la mejor del mundo”, insisten sus habitantes. La salsa de pescado, ‘Phu Quoc Fish Sauce’, que se exporta a numerosos países y es tan popular en Vietnam como el vino de Rioja de España. Y los perros, los singulares perros de Phu Quoc, que tienen seis dedos (el sexto, como un espolón, les nace más arriba y hacia atrás), unidos por una membrana de palmípedo, que les permite nadar como si fueran patos. Además, su lengua está salpicada de manchas negras y todos ostentan una delgada línea de pelo encrespado recorriéndoles el lomo como el penacho de un indio cherokee.
Todo esto, y mucho más, me lo cuenta Juan Lozano, un apuesto cuarentón, el primer español que recaló en la isla hace veinte años, con su fuerte acento francés y una pulsera roja y gualda en la muñeca.
– “Oye, Juan, el contradiós del acento y la pulsera tienes que explicármelo”
– “Es muy fácil. Mis padres son de Soria, pero yo nací y me crié en Francia. A España la llevo en el corazón y la considero mi patria”
Juan es propietario de ‘Terrace Café’, un bar/restaurante/terraza en Duong Dong, la capital de la isla, que se ha convertido en poco tiempo en el lugar de moda y punto de encuentro de los extranjeros que viven allí. No dejen de pasar a saludarle, si visitan Phu Quoc. Les tratará muy bien. Yo le regalé una Torta Imperial de turrón de Jijona para que disfrutara del sabor de España durante las Navidades y casi se echa a llorar.
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