He visitado Belice en varias ocasiones y siempre me ha inspirado sentimientos encontrados. Todo es allí pequeño, precario, solitario, monótono y previsible. Pero, al mismo tiempo, el clima, el mar, la tranquilidad de los cayos y la belleza submarina del arrecife bastan para garantizar unos estupendas vacaciones. Además, sobra tiempo para reflexionar sobre la poco conocida y singular historia de este trecho de tierra al que los conquistadores españoles denominaron Honduras Septentrional y hubieron de tomar por tierra.
¿Por qué por tierra?, se preguntarán ustedes. Sencillamente porque los navegantes de la época no querían ni oír hablar de acercarse a aquellas costas a las que pensaban que sólo se podía llegar por naufragio. No así los piratas ingleses que, buenos conocedores de los escondidos canales para sortear el arrecife, encontraron un refugio seguro entre los impracticables bajíos de la costa beliceña. Inglaterra, reconociendo siempre la soberanía española, llegó a acuerdos con el reino de España para permitir a corsarios y filibusteros la tala y comercio de árboles de caoba, a cambio de que cesaran en sus piraterías y ataques a los buques españoles. Así se asentó en aquellas selvas la primera colonia británica de bucaneros reciclados en leñadores. La Corona de España se desentendió en la práctica de una región que consideraba irrelevante por no tener más que jungla, manglar y arrecife. En pleno siglo XIX, aprovechando la guerra de secesión norteamericana y con una Guatemala débil y dividida, los ingleses declararon a Belice colonia británica, denominándola Honduras Británica. Y así es como empezó a forjarse este extraño y diminuto país de habla inglesa encastrado entre México y Guatemala.
Aquellas junglas y aquellas playas de coral que los españoles despreciaron constituyen ahora el mayor atractivo de Belice y la principal fuente de ingresos de un país de sólo 250.000 habitantes, que, tras su independencia en 1981, vive casi exclusivamente del turismo. Aunque la capital del país es Belice, una insípida y peligrosa urbe que los turistas evitan como si fuera un campo de minas, el lugar que concita a los foráneos es San Pedro, un pueblo de calles de arena y coloridas casas de madera, en la isla de Ambergris, destino invariable de la mayoría de los visitantes.
Creo haber dejado claro ya que pocos visitantes ponen el pie en la ciudad de Belice, un lugar anodino durante el día y más que peligroso cuando la noche envuelve en un manto de tinieblas sus solitarias y ominosas calles. La mayoría de los recién llegados toma en el propio aeropuerto una avioneta y se dirigen a su destino final en San Pedro u otros cayos. El corto y bajo vuelo permite disfrutar del bello mar que ha hecho famoso a este país, donde contrastan los tonos esmeralda de los bancos de arena, con el turquesa del arrecife y el azul oscuro de las aguas más profundas.
Aunque la mayoría de lo visitantes vienen aquí a perderse en el mar, yo quise adentrarme en tierra firme y explorar el interior. A sólo unos kilómetros del aeropuerto, me detuve en el sorprendente Zoo de Belice, un pedazo de jungla cruzado por cuidados caminos en los que pueden admirarse todos los ejemplares de la rica fauna autóctona viviendo en su propio ambiente, aunque, eso sí, confinados en espacios reducidos. Hay bosques llenos de monos aulladores, pedazos de selva por los que se pasean cansinamente hermosos jaguares, ríos y aguas estancadas, en cuyas orillas sestean enormes cocodrilos, praderas por las que retozan los curiosos tapires, esos animales a mitad de camino entre el caballo y el rinoceronte… y todo tan al alcance de la mano que uno tiene la impresión, por momentos, de estar viendo animales en libertad.
La aceptable carretera que se dirige hacia el oeste, entre verdes colinas cubiertas de jungla y extensas plantaciones de naranjos, apenas muestra otras señales de vida que alguna aldea ocasional que alinea un puñado de casas a ambos lados del camino. Numerosas sectas religiosas de inspiración cristiana –menonitas, adventistas, mormones, amish, etc.- se han asentado en los alrededores, creando importantes comunidades agrícolas, cada una con sus peculiaridades. Algunos, como los amish, rechazan el progreso y visten de manera decimonónica, así que sorprende cruzarse con solemnes barbudos a las riendas de viejos carruajes tirados por caballos. Son estampas rurales que parecen sacadas de una película del oeste.
San Ignacio, en el fértil valle del río Macal, a sólo diez kilómetros de la frontera con Guatemala, es una próspera ciudad de ocho mil habitantes, la segunda en importancia del país, casi completamente hispana, en la que han recalado gran numero de refugiados políticos y miembros de la guerrilla de El Petén, huidos tras la firma del armisticio en Guatemala. Aquí hay mucha marcha y todo el ambiente de la frontera. Muy cerca se encuentran las ruinas de Xunantunich, una antigua ciudad Maya que controlaba el camino de Tikal al Caribe, a lo largo del río Mopan.
¿Y qué más se puede hacer en un lugar así?, se preguntarán ustedes. Curiosamente, muchas y muy diversas cosas. Por ejemplo, hay turistas que viajan a Belice desde cualquier parte del mundo para ¡casarse!, pero eso ya es ottra historia que les contaré con más detalle otro día.
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