Hay pocos sitios en el mundo donde se pueda nadar con delfines en libertad. Uno de los mejores que conozco es la llamada Bahía de los Golfinhos, en Fernando de Noronha, una isla brasileña en mitad del Atlántico. Allí hay (o había) unos cuantos biólogos que imparten doctrina ecológica todas las tardes y varias veces por semana organizan un agradable paseo en lancha para nadar con los ‘golfinhos rotadores’. Con ellos me embarqué un día para disfrutar de algo que había soñado desde niño. A cargo del reducido grupo de elegidos iban dos chicas jóvenes con toda la pinta de ser becarias. Cuando aparecieron los delfines se volvieron como locas. Se lanzaron al agua profiriendo gritos y apremiando a todos a seguirlas. Daba vergüenza ajena verlas nadar con aquel frenesí tan impropio de científicos. No hace falta decir que yo ni me inmuté. Esperé pacientemente a que se alejaran con sus espumarajos y voces destempladas, y entonces me deslicé con suavidad en el agua, limitándome a flotar boca abajo mientras respiraba quietamente por el tubo. Allí, en la profundidad, estaba toda la familia de cetáceos moviéndose como sombras de color turquesa. Pronto se acercó una patrulla de ‘exploradres’ que me rodeó en flecha, permaneciendo amistosamente junto a mi, al alcance de mi mano, hasta que aparecieron las histéricas a ahuyentarlos con sus gritos.
Recientemente he estado en Kizimkazi, un pueblecito de pescadores en el extremo suroccidental de Unguja, como llaman los aborígenes a la isla de Zanzíbar, donde resiste en pie una mezquita del siglo XII, la más antigua del África Oriental. Es poca cosa y está reconstruida con paredes encaladas y tejado de hierro corrugado, pero en su interior aún puede admirarse el floreado mihrab original que apunta a la Meca y fue construido por residentes persas. Queda a dos pasos de la playa desde la que parten todos los días los barcos que van al encuentro de los delfines.
Que dos especies animales se encuentren, se acepten sin hostilidad, muestren mutuo interés e intercambien juegos y momentos en libertad es un hecho extraordinario que abre horizontes y puede acercarnos a comprender mejor los misterios de la vida y la evolución. De ahí debe nacer un respeto reverencial por otras formas de vida que consideramos ‘salvajes’ o inferiores a la nuestra. Sin llegar a ser esa unión mística que sueñan algunos, no es tampoco un hecho baladí. Se por experiencia que el contacto con especies animales muy evolucionadas, como los chimpancés, los gorilas de montaña o los delfines, es un largo y lento proceso para ganar su confianza, y puede verse truncado si no se observan escrupulosamente las reglas apropiadas.
En el extremo septentrional de la pequeña playa de Kizimkazi se levanta una meseta de coral de varios cientos de metros de longitud, sobre la que se asientan las instalaciones del Karamba Resort. Se trata de un balcón privilegiado, con el inmenso océano Índico al frente y una deliciosa playa de arenas blancas al costado. No tiene nada que ver con los establecimientos de lujo que abundan en Zanzibar. Las instalaciones son rústicas y sencillas, al estilo tradicional de la isla, pero los altísimos tejados de palma y madera, sin paredes, garantizan sombra y frescor a lo largo del día. Una catalana es la dueña y señora del lugar, que cuenta con veinte habitaciones o cabañas de distintas categorías. No hay sitio mejor para iniciar el acercamiento a los delfines. Allí coincidí con el embajador de España en Tanzania, Félix Costales, y su mujer, Cristina, que se apuntaron de inmediato a mi pequeña expedición.
Una vez en el agua, lo primero es dar con alguna familia de delfines que se encuentren por la zona. El siguiente problema es evitar el cúmulo de barcos con turistas que se apiñan alrededor de los cetáceos. Es un espectáculo lamentable, casi peor que el de las biólogas de Fernando de Noronha. Los barqueros, pescadores locales que conocen bien esas aguas, no tienen la menor consideración hacia los delfines, a los que persiguen a toda máquina con el rugir de sus motores y cuya trayectoria cortan frecuentemente con maniobras para tratar de ‘acotarlos’. Lo único que consiguen es que los delfines se sumerjan y escapen de un lugar tan ruidoso y agitado. Los turistas, por su parte, son urgidos a lanzarse por la borda en cuanto se avistan los primeros ‘saltos jabonados’ (Lorca), con el consiguiente guirigay. Pocos, hay que decirlo, regresan completamente satisfechos de su ‘encuentro’ con los delfines, que les han vendido engañosamente.
Bien avisados de esos inconvenientes, nuestra expedición salió al mediodía, cuando los turistas andaban afanados en degustar el pescado con arroz típico de la zona mientras comentaban su experiencia. Íbamos guiados por un barquero de Abbas Juma, la mejor de las empresas que se dedican al encuentro con los delfines en la playa de Kizimkazi. En esta ocasión, los cetáceos se recreaban al sur, casi en la punta de la isla, así que la aproximación fue un delicioso paseo a lo largo de las playas que bordean el litoral, unos cuarenta minutos de navegación. No tardamos en encontrar un grupo numeroso y amistoso de delfines que saltaban (no solo emergían), lo que era indicativo de que estaban solazándose. Pedí al barquero que parara los motores y al embajador que se deslizara suavemente en el agua y permaneciera quieto flotando. Así paso no menos de quince minutos, absorto entre una numerosa familia de, al menos, treinta individuos, entre los que había algunas crías. Yo me quedé a bordo sacando fotos y contemplando atónito el baile de un grupo de machos nadando en círculo alrededor de una hembra exhibicionista. También vi como dos adultos emergían con un bebé sobre sus lomos y lo lanzaban al aire, supongo que adiestrándole. En el viaje de vuelta, el embajador me comentó con entusiasmo que había sido “una experiencia fabulosa, emocionante, que me ha hecho pensar en el origen de la vida”.
Ha pasado mucho tiempo desde mi experiencia con las alocadas biólogas de Fernande Noronha y el asunto está olvidado, pero alguien debería enseñar en la facultad a esos jóvenes teólogos de la ecología, que se arrogan la representación de Gaia en la tierra y en el mar, que cuando los simpáticos golfinhos acuden al encuentro con los bañistas no deben desplegar formas de natación agresivas, ni perseguirlos como si quisieran competir con ellos en velocidad. Y lo mismo debieran aprender en la escuela los pescadores de Kizimkazi. A los delfines no hace falta ir a buscarlos en el mar, porque son ellos los que acuden prestos en patrulla a ‘marcar’ y ‘controlar’ de cerca cualquier cosa extraña que se desplace sobre la superficie del agua, sea barco o nadador, persona o cosa. Es su manera de proteger al grupo que se solaza tranquilo a cierta distancia.
Estos deliciosos mamíferos marinos siempre se situan en la proa de todo lo que flota y se mueven, acomodando su ritmo al del barco o bañista. Lo ideal para disfrutar de su compañía es nadar despacio y sin aspavientos, manteniendo la distancia y dejando que sean ellos quienes tomen siempre la iniciativa. A los exhibicionistas, por muy biólogos que sean, se les debiera prohibir aproximarse a criaturas tan inteligentes y refinadas. Y a la mayoría de los insensibles pescadores de Kizimkazi también. No es de extrañar que gran número de países, incluida España, hayan prohido acercarse a los cetáceos en el mar. Tras lo visto en Fernando de Noronha y Kizimkazi, me parece una ley muy razonable. Hay que añadir que los delfines no son renacuajos, sino una de las especies más inteligentes del mundo animal, capaz de complejas interacciones sociales, que incluyen afectos, lealtades y formas sonoras de comunicación.
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