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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Valores asiáticos/valores occidentales (2)

Emilio de Miguel Calabia el

Tras la I Guerra Mundial, comenzaron en Asia los primeros movimientos nacionalistas, que pusieron de manifiesto que, para esos años, ya existían unas élites intelectuales lo suficientemente occidentalizadas como para ponerse a hacer política utilizando conceptos y terminología occidental. El mejor ejemplo sería el del Partido del Congreso en la India, que en su lucha por la autodeterminación de los años 30, mostró un nivel de refinamiento político y de comprensión de cómo funcionaba el sistema británico muy profundo.

Si los japoneses ya habían pegado un buen susto a los blancos con ocasión de la guerra ruso-japonesa, el arranque de la II Guerra Mundial fue de pesadilla. En 1940 Japón conquistó la Indochina francesa. En 1941 atacó Pearl Harbour, conquistó las Filipinas, Malasia y la supuestamente inexpugnable fortaleza de Singapur. Australia llegó a establecer planes defensivos de contingencia en los que se dejaba el norte del país a los japoneses, porque no pensaban que podrían defender esa región.

Los japoneses trataron de presentar su expansión como un triunfo de los pueblos asiáticos. La letra pequeña de la propaganda, eso sí, decía que entre esos pueblos el japonés sería el supremo. Japón no estaba extendiendo su imperio, como podrían pensar los escépticos, Japón estaba liberando Asia de los imperios coloniales europeos.

El momento álgido del invento llegó en noviembre de 1943, cuando los japoneses organizaron en Tokio la Conferencia del Gran Asia Oriental. La Conferencia fue poco más que la escenificación de la supuesta unidad de los pueblos asiáticos bajo la benévola tutela de los japoneses. De hecho, entre los asistentes, solo hubo uno procedente de un país, Tailandia, que no fuese un estado marioneta de Japón. La Conferencia no produjo resultados sustanciales, pero al menos sirvió para que se pronunciasen frases tan bonitas como que “es un hecho incontrovertible que las naciones del Gran Asia Oriental están unidas en todos todos los aspectos por lazos inseparables” (Primer Ministro japonés Hideki Tojo) o que nadie podría “parar o retrasar la adquisición por mil millones de asiáticos del derecho y la oportunidad libres y sin restricciones de moldear su propio destino” (José Laurel, presidente de la República filipina títere creada por Japón).

Lo que hicieron realmente los japoneses por los pueblos asiáticos fue mostrarles que los imperios coloniales europeos eran tigres de papel, que podían ser vencidos. Tras la guerra los europeos, especialmente franceses y holandeses, intentarían hacer retroceder las manillas del reloj de la Historia y pretender que los cinco años de guerra no habían ocurrido y el colonialismo podía volver por sus fueros. No funcionó. Más allá de las batallas pírricas para mantener sus imperios, el gran aldabonazo lo dio el abandono por los ingleses de la India, la joya de la corona, en agosto de 1947 sin pegar un tiro.

La ironía es que los líderes asiáticos que lucharon para desembarazarse de los occidentales lo hicieron utilizando las herramientas ideológicas que habían aprendido de los propios occidentales. Por ejemplo, el primer Presidente indonesio, Sukarno, se había formado en el sistema holandés y aspiraba a crear una república unitaria y aconfesional, no un sultanato. Los dos principios que dirigían la acción del vietnamita Ho Chi Minh, el nacionalismo y el marxismo eran productos occidentales con los que se había familiarizado en París. El pacifismo de Gandhi tenía más raíces en el pacifismo y misticismo de Tolstoi que en el hinduísmo. Jawaharlal Nehru, el primer Primer Ministro de la India, había estudiado Derecho en Cambridge y su nacionalismo y su socialismo eran ideologías occidentales. Cuando participó en la elaboración de la Constitución india, el modelo que tenía en la cabeza no era el de los grandes mogoles.

Haber logrado la liberación del yugo colonial fue la primera victoria que podrían blandir los asiáticos frente a sus antiguos dominadores europeos. La segunda victoria sería de carácter económico.

El despegue económico de Japón en la posguerra, después de la devastación sufrida y de la pérdida de su imperio colonial, merece el calificativo de milagroso. Para mediados de 1950 la economía ya había alcanzado los niveles anteriores a la guerra. Entre 1953 y 1965 el PIB creció a un ritmo del 9% anual. Para mediados de los años 60, Japón ya era una economía industrializada cuyas manufacturas, además, habían empezado a competir con éxito en los mercados internacionales.

Japón incluso elaboró su propia teoría de cómo el crecimiento japonés podría servir de tirón para otras economías asiáticas. Fue la teoría de los “gansos voladores” de Kaname Akamatsu. La teoría postula que mediante la emulación, economías en distintos estados de desarrollo, pueden desarrollarse al unísono. Así Japón sería el ganso que marcaría el camino. Inmediatamente detrás estarían los tigres asiáticos (Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur). En un tercer nivel en la bandada, irían Malasia, Filipinas, Tailandia e Indonesia. Una de las cosas más atractivas del modelo era que postulaba una vía de desarrollo específicamente asiática y sin interferencias de Occidente.

En la segunda mitad de la década de los 80 el Primer Ministro malasio, Mahathir, y el Primer Ministro singapureño, Lee Kuan Yew, lanzaron el debate sobre los valores asiáticos. En la base del debate había dos hechos. El primero es que, después de haber llevado a sus naciones del Tercer Mundo al primero, sentían que no tenían que rendir cuentas a Occidente. El mensaje era: “Hemos llegado hasta aquí gracias a nuestros valores y a lo que nos lo hemos currado. No os debemos nada”. El otro hecho era más pragmático: estaban cansados de que Occidente les diera lecciones sobre democracia y DDHH. La democracia, decían, no es un valor universal; es más, puede que haya distintos modelos de democracia en función de las tradiciones culturales de cada sociedad. El siempre polémico Chris Patten, el último gobernador británico de Hong Kong, no perdería la ocasión de hacer su propia aportación al debate en su libro “Oriente y Occidente: China, el poder y el futuro de Asia”, donde dice: “Los valores asiáticos han sido una excusa para la justificación del autoritarismo, el ordeno y mando y la colusión en lugar de la transparencia en la gestión económica.” Pues sí, a lo mejor hay algo de eso.

Según Mahathir, Lee Kuan Yew y sus seguidores, las sociedades asiáticas se caracterizarían por su mayor preocupación por la comunidad, a la que colocan por encima del individuo, la primacía de los deberes hacia la comunidad sobre la búsqueda de los derechos del individuo, la primacía que dan a la armonía social, su ética del trabajo, su frugalidad. La base ideológica que subyacía a estos principios era el confucianismo. A este respecto, es importante tener en cuenta que Confucio es una personalidad muy compleja y que sus analectas son concisas y se les pueden dar muchos sentidos. Tradicionalmente ha prevalecido interesadamente una lectura conservadora de su pensamiento, insistiendo en el apego a la tradición y en una visión de las relaciones sociales que privilegia la jerarquía. El difunto sinólogo Pierre Ryckmans defendía una visión de Confucio mucho más matizada. Su Confucio defendía la meritocracia y unos valores universales, no unos valores que sólo fuesen aplicables a la sociedad china de su tiempo.

En esta defensa de unos valores asiaticos específicos, se ha sacado mucho partido del hecho de que el cultivo del arroz implica un trabajo comunitario que no implica el cultivo del trigo. Esto habría imbuido a los pueblos asiáticos de un ethos comunitario que falta en Occidente, donde en lugar de tomar arroz tres delicias, nos hinchamos a bocadillos de mortadela. El argumento ha llegado incluso a convencer a algún autor occidental. El psicólogo social Richard Nisbett en “Geography of Thought” aceptó esta tesis de que el cultivo del arroz había hecho que la manera asiática de ver el mundo fuese más relacional y difiriese de la occidental.

Siempre me han chirriado las teorías esencialistas que suponen que unos determinados hechos materiales, como el cultivo del arroz, han llevado a que un pueblo vea la vida de una manera determinada. ¿No seremos nosotros los que queremos ver una relación donde no la hay? Si alguien se toma la molestia de leer “Anna Karenina” (no vale ver la película), encontrará una escena en la que Levin participa en la siega del trigo y uno encuentra el mismo sentido de colectividad que si estuviesen plantando arroz. De hecho, en la aldea rusa tradicional existía un sentido de comunidad que no estaba muy distante del que hubiera podido haber en una aldea china, a pesar de que no comieran arroz.

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