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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Valores asiáticos/valores occidentales (1)

Emilio de Miguel Calabia el

La arrogancia es mala tanto para las personas como para los pueblos. En “ReOrient. Global Economy in the Asian Age” André Gunder Frank cuenta cómo en sus primeros intentos en los siglos XVI y XVII de introducirse en los mercados asiáticos, los europeos eran vistos como pobres advenedizos que lo único que tenían que ofrecer eran cañones (la tecnología militar europea, sobre todo en cañones y mosquetes, era una de las pocas áreas en las que los europeos superaban a los asiáticos) y la plata americana (había una tradicional falta de numerario en Asia, sobre todo en China, que afectaba al comercio.

Los grandes mogoles de la India asistieron a la llegada e instalación de los comerciantes europeos sin una preocupación especial. Sus ingresos provenían básicamente del impuesto sobre la tierra. Las ganancias del comercio eran mínimas. A ello se añadía la renuencia de sus súbditos hindúes a viajar al extranjero por razones religiosas. Asimismo, los mogoles, una dinastía procedente del enclaustrado Afganistán concebían el poder en términos de ejércitos de tierra, no de armadas.

La seguridad en sí mismos y la displicencia con la que veían a los comerciantes europeos, hicieron que los mughales no viesen con preocupación o tomasen como una amenaza el poderío comercial creciente de la Compañía de las Indias Orientales inglesa, que había llegado al país en 1608. En 1717 el emperador Farrujsiyar otorgó un decreto por el que concedía a la Compañía el derecho a comerciar sin pagar tasas aduaneras en Bengala, que era la región más rica del imperio. Aparte de lo que ello supuso en términos de pérdidas de ingresos para los mogoles, representó un punto de inflexión en el poderío de la Compañía, que 140 años después depondría al último emperador mogol.

El menosprecio de los bárbaros occidentales fue más acusado aún en el imperio chino. China se veía como el centro del mundo y consideraba a otros pueblos más o menos civilizados en función de cuántos elementos de la civilización china hubieran adoptado.

Ha pasado a los anales la embajada que el rey británico Jorge III envió a China en 1793 en pleno auge de la dinastía Qing. El emperador Qianlong entendió que la embajada era una misión tributaria como la que le enviaban los reinos asiáticos y que los bienes que le traía no eran regalos, sino tributo por el que el rey de Inglaterra expresaba su sumisión al Emperador chino. El emperador Qianglong escribió una carta al rey Jorge III que ha pasado a los anales de la incomprensión cultural. Uno de los párrafos más repetidos de la carta dice: “Nuestro Celeste Imperio posee de todas las cosas en prolífica abundancia y no le falta ningún producto dentro de sus fronteras. Por ello no necesita importar las manufacturas de los bárbaros del exterior a cambio de nuestros productos”. La carta termina con un arrogante: “Obedece temeroso y no muestres negligencia”.

No es de extrañar que cien años después, cuando los mogoles ya eran un distante sueño y la India estaba controlada por los ingleses y los chinos llevaban perdidas dos guerras del opio contra los occidentales, muchos asiáticos empezaron a preguntarse por lo que había podido salir mal.

En “De las ruinas del Imperio” Pankaj Mishra ha narrado los dilemas a los que se entrentaban los intelectuales asiáticos a finales del XIX, siguiendo las carreras de tres de ellos, que provenían de tres tradiciones culturales diferentes: el musulmán persa Jamal al-Din al Afghani, el chino Liang Qichao y el indio Rabindranath Tagore. En general la receta que éstos y otros pensadores encontraron fue adoptar la tecnología occidental, de cuya superioridad ya no quedaban dudas, y cambiar el modelo político hacia uno con una mayor participación popular. Lo que nunca tuvieron del todo claro estos pensadores es hasta qué punto estas reformas podían ser incorporadas pacíficamente por las civilizaciones asiáticas y hasta qué punto forzarían a echar por el desaguadero de la Historia muchas de las tradiciones a las que se sentían apegados.

La derrota de la Rusia zarista por Japón en la guerra ruso-japonesa de 1904-05 supuso una inyección de optimismo para los pueblos asiáticos. Uno de los suyos había sido capaz de derrotar a los europeos blancos que hasta ese momento habían parecido imparables. Para muchos nacionalistas asiáticos Tokio se convirtió en la ciudad a la que había que dirigirse para aprender a hacer frente a Occidente. Liang Qichao, Rabindranath Tagore, el birmano Aung Sam, el chino Sun Yat Sen, el filipino Artemio Ricarte, son unos cuantos de los muchos intelectuales y políticos asiaticos que pasaron esos años por Japón.

En su ensoñación por el triunfo japonés, no supieron ver lo que había por detrás de su victoria en la guerra ruso-japonesa. Japón no fue a esa guerra para exaltar cualesquiera valores asiáticos. Su objetivo era que las potencias occidentales la aceptaran como a un igual. Japón podía sentir simpatía por los demás pueblos asiáticos, pero su objetivo último era la expansión imperialista al igual que los imperios coloniales europeos.

Tampoco vieron que la Revolución Meiji y la modernización de Japón había sido un proceso laborioso y difícil de replicar. Japón no se había limitado a adoptar la tecnología occidental. También había adoptado algunas de sus instituciones y en el proceso a la vez había conservado y había modificado sus tradiciones culturales. Si acaso, Japón había mostrado que la modernización era un proceso laborioso y ambiguo que no dejaba intacta la esencia de la nación.

Un ejemplo de la dificultad de replicar el modelo japonés lo tenemos en aquellos países asiáticos que pasaron por experiencias parecidas. China hizo dos intentonas reformistas. La primera fue la denominada “reforma de los 100 días” por el tiempo que duró. La impulsó el joven emperador Guangxu y fracasó porque poderosos intereses conservadores en la Corte la boicotearon. En la última década de la Dinastía manchú, el establishment intentó reformar el sistema; fue demasiado poco y demasiado tarde. Siam también tuvo su proceso modernizador, mucho más modesto que el japonés con el que compartía el objetivo último: ser admitido por los Estados occidentales como un igual y no como un trozo del pastel que había que repartirse. ¡Hasta Afganistán tuvo su proceso de modernización con el Rey Amanullah (1919-29), aunque no llegó muy lejos!

 

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