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El orden mundial (3)

Emilio de Miguel Calabia el

Kissinger se hace eco de las primaveras árabes que, por un breve período, hicieron pensar que una transformación democrática del mundo árabe era posible. Para EEUU, con la resaca de los avances de la democracia en los 70, los 80 y los 90 del siglo XX y la Biblia en la que se convirtió “El fin de la Historia y el último hombre” de Francis Fukuyama, pensó que en el mundo árabe se había producido también el despertar democrático y que los regímenes autoritarios estaban de salida. A la altura de 2014, 3 años después de la caída del dictador tunecino Ben Ali, resultaba evidente que las primaveras árabes sólo habían sido primavera en Túnez. En Egipto alumbraron el régimen de los Hermanos Musulmanes que, aunque salido de las urnas, traía un programa de control social islamizante y al que sustituyó un dictador militar que muchos vieron como un mal menor. En Libia, Siria y Yemen, las primaveras árabes fueron lo suficientemente fuertes como para hacer que los cimientos de los regímenes autoritarios se estremecieran, pero no tanto como para hacerlos caer. El resultado fue en Libia un país dividido y en guerra, que sólo ahora parece que podría estar alcanzando una cierta estabilidad; en Siria, una guerra civil espantosa, que todavía no ha terminado y en Yemen, otro tanto. Siria y Yemen me hacen pensar en el mundo alemán durante la guerra de los 30 Años. Alemania entonces se convirtió en el campo de batalla para distintas potencias externas que luchaban por cuestiones que iban mucho más allá de la guerra religiosa en Alemania. A los alemanes que perecieron en el conflicto (en algunas localidades llegó a perecer un 50% de la población), saber que el soldado que les degollaba era luterano o católico y que hablaba sueco, danés o español, no creo que les aliviase mucho.

Ninguna visión de Oriente Medio estaría completa sin una referencia al conflicto árabe-israelí, a Arabia Saudí y a Irán.

La resolución del conflicto árabe-israelí supone conseguir la cuadratura del círculo y reconciliar al mismo tiempo el deseo israelí de tener seguridad y de ver reconocida su identidad de Estado judío rodeado en un mar de Estados árabes, el anhelo palestino de tener su propio Estado y la búsqueda por los Estados árabes de una política que les permita compatibilizar el hecho de que la sagrada Jerusalén esté ocupada por un Estado no-musulmán que además les ha derrotado en cuatro guerras, con la búsqueda de un acomodo con ese Estado no-musulmán. Estos tres actores no están en pie de igualdad. Mientras que israelíes y árabes son dueños de su propio destino, los palestinos se encuentran en la situación de alguien que navegase en una barquichuela en un río con grandes rápidos: lo más que puedes es sobrevivir a duras penas y sabes que dónde acabes dependerá de los caprichos del río.

A la altura de 2014, Kissinger ya había detectado un fenómeno que se agudizaría en los años siguientes: la pérdida de interés por la causa palestina en el mundo árabe. El enfrentamiento sunní-chií en la región y el auge de Irán se convirtieron en cuestiones mucho más urgentes que el conflicto de Palestina, que llevaba coleando 70 años. La reciente normalización de las relaciones con Israel por parte de varios Estados árabes es el reconocimiento de una realidad: Israel no es un fenómeno pasajero, sino que ha venido para quedarse en Oriente Medio, y más apremiante que echarle al mar es pensar en maneras de contener a un Irán ideologizado y chií, que podría conseguir algún día la bomba atómica. Como curiosidad para quienes piensen que haber tardado 73 años en reconocer la existencia de Israel es mucho tiempo, les diré que España necesitó 80 años para aceptar que los holandeses ya no eran unos rebeldes a su Rey natural, sino un Estado independiente.

A continuación, Kissinger trata sobre Arabia Saudí, un extraño ente estatal que es al mismo tiempo una monarquía tribal y una teocracia islámica. Que pueda ser un sujeto de Derecho Internacional al mismo título que Andorra, Kiribati o Brasil dice mucho sobre la amplitud de la concepción westfaliana del mundo. Arabia Saudí tiene dos grandes fortalezas. La primera es el petróleo, que le permite jugar geopolíticamente en una liga muy superior a la que le correspondería, pero que al mismo tiempo le crea una sensación de vulnerabilidad, de que su territorio escasamente poblado es una presa apetecible para sus vecinos. La segunda es la posesión de los sagrados lugares del Islam a los que los musulmanes tienen que peregrinar al menos una vez en la vida. Esto le confiere un papel muy especial dentro del Islam. Además, la peregrinación ritual a La Meca, para muchos musulmanes representa una revolución espiritual que les hace muy susceptibles a absorber la interpretación puritana y rigorista que Arabia Saudí hace del Islam y a llevársela a sus países en el camino de vuelta.

La política exterior saudí se ha movido entre la alianza con EEUU, la lealtad a los demás estados árabes (no sé si a la altura de 2021 esto puede seguir manteniéndose después del rifirrafe que tuvo con Qatar y de la guerra del Yemen), una interpretación puritana del Islam y la conciencia de los peligros internos (básicamente la minoría chií, que justamente vive en la zona más rica en petróleo) y externos. A estos elementos yo le añadiría otro: la rivalidad con la gran potencia del mundo chií, Irán.

Irán representa para EEUU una espinita clavada. Durante décadas Irán fue una potencia pro-occidental con la que se podía contar para garantizar la estabilidad del Golfo Pérsico. La Revolución islámica puso fin a aquello y trajo un Estado teocrático y fieramente anti-occidental. En 1980 se produjo la invasión de la Embajada de los EEUU en Teherán, que EEUU vivió como una humillación nacional que todavía no se ha lavado.

La ideología del régimen iraní mezcla el tercermundismo reivindicativo con la utopía islamista global. El punto de partida es que el Occidente materialista y opresor ha fracasado y ha de producirse un despertar islámico que unifique a la comunidad de los creyentes y la coloque en el centro de la geopolítica mundial. El fin último del Estado no es el westfaliano de participar en las relaciones internacionales, sino el de servir de herramienta en una lucha religiosa global mucho más amplia. Pero esto no impide que Irán ejerza sus derechos como Estado soberano conforme al esquema westfaliano: membresía de NNUU, cuerpo diplomático para conducir las relaciones con otros Estados… Kissinger subraya algo que coloca a Irán en una categoría aparte entre los Estados de Oriente Medio: tiene un pasado imperial y una larga historia como entidad nacional.

 

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